viernes, 30 de diciembre de 2011

Las reglas de juego

El tiempo y la vida de los hombres en la historia bien pueden parecerse a una baraja. Las cartas y los juegos que de ellas se derivan son, cuanto más viejos, más sencillos de dominar y sus dinámicas más inteligibles. Las cartas están boca arriba y son más visibles cuanto más vieja es la baraja, cuando sus procesos y sus juegos han sido largamente observados y estudiados. Nuevos estudios enriquecen este proceso de revisión y a su vez, estos pueden ayudar a darle la vuelta a las cartas del presente. Con dificultad, algunas cartas de la “baraja de la actualidad” pueden quedar boca arriba. Otras, se resisten y quedan siempre envueltas en el misterio, lo que hace del juego del presente más vertiginoso e impredecible. Pero esa es la naturaleza de la baraja del presente. Cualquiera que busque relatos fuera de la propia dinámica de la baraja, fuera de sus combinaciones y posibilidades, busca un consuelo o una suerte de mapa mental que, si bien le va a proporcionar el calor y la seguridad que busca, difícilmente le de una imagen fidedigna de ella. Otra forma de exploración de la baraja, que consiste en pensar el “juego de los juegos”, el estudio y la teoría de todos los movimientos y posibilidades de la baraja en el presente, pasado y futuro no es sino el intento de reducir en todo espacio y tiempo todas las barajas y todos los juegos a uno solo. Y eso choca con una intuición básica: los hombres no siempre han jugado a lo mismo, ni han tenido siempre las mismas barajas. Hay que estudiar los juegos, las barajas, las cartas y sus figuras tanto en sus tiempos como en sus espacios respectivos. No existe “el juego de los juegos”, como no existe “la teoría de las teorías”. Esto se hace patente hoy más que nunca, cuando tenemos una serie nueva de cartas a la vista, que cada cual puede escoger e intercambiar según unas inéditas reglas de juego.

Tiempo atrás, en las sociedades occidentales, las cartas referidas a la moralidad se repartían al nacer. El crupier de uno era ni más ni menos que su familia y su ambiente cercano. Las cartas, una vez repartidas, quedaban en manos de cada cual. Era libre de jugar con ellas como buenamente pudiera. Podía ensañarlas incluso, pero rara vez se producía un cambio radical en la mano de uno. Podemos decir que los individuos vivían más atados a su ambiente moral, de modo que la ruptura con el mismo resultaba difícil, casi impensable. Las cosas hoy han quedado dispuestas de otra manera. Hay crupier al nacer, pero las cartas ahora están a la vista de todos y la oferta es gigante. Las trabas para un cambio radical de mano han disminuido notablemente. En principio, estos son los beneficios de nuestras actuales sociedades plurales, y nos regocijamos con el hecho de que las gentes puedan tener a su disposición el espacio y las condiciones para el cambio, ahora que el crupier ha perdido buena parte de su influencia. Sin embargo, hay algunos aspectos que chirrían: Las creencias morales son nombradas en términos de oferta (y también de demanda. Pregunten a un político profesional y a más de un filósofo profesional). Uno puede servirse de lo que quiera en el banquete moral y cambiar cuando no le satisface.

Al igual que ocurre con el lenguaje de la informática y las tecnologías de la información, el lenguaje de la mercadotecnia (que no es en absoluto neutro y desinteresado), ha colonizado nuestra forma de pensar la moralidad. Como resultado, no hay demasiado premio a la fidelidad como ocurría en otros tiempos. Las cartas que uno puede jugar en el juego moral pueden cambiar. A priori, no hay problema en ello. Es un ejercicio de libertad. Sin embargo, lo chirriante es que hoy día, los retos morales y la congoja que pueden producir se confunden con insatisfacción crónica que convive con el sujeto consumista. Esta insatisfacción, entendida como la obsesión por acallar la angustia por medio de la adquisición y la compra, llama a la puerta de todos en su vertiente moral. El sujeto (ignoro por qué), entiende el dilema, el conflicto moral y los problemas éticos como una insatisfacción producto de una falta de adaptación. Sus cartas no son las adecuadas. Debe ir rápidamente al mercado moral a encontrar unas que se adapten mejor a sus necesidades. En este sentido, la congoja que siente el sujeto ante los retos éticos se acalla cuando cambia la mano. La insatisfacción entonces se apaga (aunque en muchos casos sospecho que solo momentáneamente). Por todo esto, el cambio tiene hoy mucho de modas, gustos o culpas pasajeras. El panorama que se deriva de todo esto nos deja dos situaciones-problema. Primero: en los conflictos éticos, la congoja ante los retos morales que sufrimos en vida cotidiana dentro nuestra sociedad de la información se convierte en la insatisfacción consumista que lleva al cambio por el cambio, tal y como ocurriría en un cambio de armario. Segundo: el cambio se produce para adaptarse a un medio que corre tan rápido que  puede escapar a nuestra capacidad de reflexión.

En el cambio de las cartas y su “buen” uso nos queda al final el premio, que tiene la forma de palmaditas en la espalda, expulsión de la culpa o el tan preciado éxito. Así,  la reflexión ética (al menos entendida tradicionalmente) parece haberse esfumado del campo de visión de la pregunta sobre la moralidad. Visto el estado de esta parte de la baraja, parece pertinente preguntar si esta es una sociedad postmoral.  

jueves, 22 de diciembre de 2011

Rostro de mujer, cuerpo de león y alas de ave

Cuenta la mitología clásica que circundando la vieja ciudad de Tebas, una criatura acechaba a los caminantes para formularles acertijos. Las terribles preguntas planteadas eran, literalmente, una cuestión de vida o muerte, pues el pobre caminante que no supiera responder, era devorado sin piedad por la esfinge. En cierta medida la encrucijada de la esfinge, en la que uno se jugaba la vida, da buena cuenta de de nuestra fijación por las respuestas. Así, la resolución de enigmas acompaña nuestra cultura desde su génesis. Parecemos perseguidos por un fantasma que nos empuja hacia la salida del laberinto. La historia de esta esfinge tiene un fin dentro de la mitología cuando la criatura, tras encontrar el joven Edipo solución a su acertijo, acaba perdiendo la razón y en consecuencia, buscando la muerte arrojándose por un precipicio. La figura de la esfinge, la reina de los acertijos y las preguntas, cae derrotada por el astuto hombre, que encuentra la manera de “deshacer el lío”. De esta manera, la esfinge encuentra su final por falta de sentido, pues ya no importa si, como cuentan otras versiones, simplemente se marcha al ver resuelto su acertijo, sino porque su razón de ser ha sido del todo extinguida. Su lugar en el mundo es estar fuera de él. El ser humano como “respondedor” hace entonces aparición. Nuestra cultura, eminentemente especulativa, ha seguido la estela de Edipo hasta nuestra actual “cultura de la respuesta”, en la que la esfinge, tal cual aparece en el mito, ya no lo encontramos por ninguna parte. El cambio fundamental es que ya no hay temor a que la propia pregunta “se nos coma”.

Hoy, con la muerte de la esfinge como telón de fondo, encontramos que el hombre entrenado para responder ha sido criado a base de un decrépito academicismo en el que la exigencia de respuestas ya no vienen de la esfinge que plantea líos y enigmas en los que al hombre le va la vida, sino de un mundo que exige de nosotros la linealidad de una calculadora y la rectitud de una enciclopedia. Día a día, estamos obligados a responder porque estamos obligados a actuar en un mundo muy distinto de la vieja Tebas, en el que uno ya no es una hormiga en un hormiguero, sino más bien un grano de arena en el desierto. La esfinge aquí ya no tiene sentido por dos motivos: no hay que preguntar, hay que hacer y, todas las preguntas, si no tienen respuestas, las tendrán. Es cuestión de tiempo y de expertos. Ahora bien, el hecho de que no haya esfinge no significa que no haya temor. La “cultura de la respuesta” es enormemente coactiva. Si uno no aprende bien pronto todos los datos y no responde adecuadamente, el desplazamiento es instantáneo y se hace (obviamente) sin preguntas. En este caso no nos come la esfinge, nos come el propio entorno. Si, como hemos dicho, las respuestas no están a nuestro alcance, reina el supuesto de que las preguntas tendrán solución. Los líos de la esfinge ya no caben por ninguna parte porque a diferencia de las cuestiones planteadas en las tragedias griegas, los hombres siempre tienen a mano la calculadora para “medir” las opciones en juego. Lo siniestro en todo esto es que dentro de esta lógica las tensiones intraculturales que subyacen a multitud de problemas terminan desactivadas al plantearse como burdas disyuntivas: ¿Desea usted lavarse los dientes con Signal o Colgate? ¿Desea usted un piso o un dúplex? ¿Cuánto de bueno es esto o aquéllo? ¿Está usted a favor de una invasión a Irán o descafeinado? ¿Derechos humanos o de pollo?. Nunca hay, por consiguiente, nada que falle en la manera de plantear las cosas. Solo hay que calcular y responder para decidir.

Esta “cultura de la respuesta” mediatiza fuertemente al sujeto. El sujeto actúa con mucha frecuencia como si su respuesta fuera significativa a la hora de resolver las disyuntivas que tiene enfrente. Y es cierto, en sentido estricto significado tienen (sin duda, la respuesta está ajustada a la pregunta): si las respuestas se conviertieran en cursos de acción más de uno acaba comiéndose una hamburguesa de pollo con café descafeinado o acabar con un balazo en la cabeza. La cuestión estriba en que el sujeto está fuertemente coartado para responder, no para devolver la pregunta (En los exámenes, ¿qué se puntúa, las respuestas o las preguntas? ¿Cuántas matrículas ha sacado usted haciendo preguntas en un examen?). La esfinge tenía sentido cuando las gentes iban a ver representaciones en las que los hombres entendían que las situaciones que tenían delante podían superar sus propias categorías legales, morales e incluso culturales. Los hombres de las tragedias de Sófocles sabían que debajo las dos opciones latía algo serio. Sin duda, las gentes se iban de allí sabiendo que posiblemente elegirían una de las opciones, pero sabían de sobra que algo chirriaba en todo aquéllo, que de alguna manera todo aquéllo les superaba. Sin esfinge, no hay enigmas ni tensiones. El hombre de hoy ha tomado distancia de todo esto y como mucho, siente ignorancia cuando no conoce las respuestas. Unos escogerán Colgate, otros descafeinado y otros sentirán vergüenza y se encogerán de hombros esperando reprimenda. Serán pocos los que oigan dentro de si los ecos desde Tebas y con el precipicio a la espalda se transmuten en esfinges.  

domingo, 18 de diciembre de 2011

Brillantes martillazos IV: Sigmund Freud

"Diríase que es un cuento de hadas esta realización de todos o casi todos sus deseos fabulosos, lograda por el hombre con su ciencia y su técnica, en esta tierra que lo vio aparecer por ver primera como débil animal y a la que cada nuevo individuo vuelve a ingresar -oh lenta naturaleza- como lactante inerme. Todos estos bienes el hombre puede considerarlos como conquistas de la cultura. Desde hace mucho tiempo se había forjado un ideal de omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses, atribuyéndoles cuanto parecía inaccesible a sus deseos o le estaba vedado, de modo que bien podemos considerar a estos dioses como ideales de la cultura. Ahora que se encuentra muy cerca de alcanzar ese ideal, casi ha llegado a convertirse, él mismo, en un dios, aunque por cierto sólo en la medida en que el común juicio humano estima factible un idea: nunca por completo; en unas cosas, para nada; en otras, solo a medias. El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos, pero éstos no crecen de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores. Por otra parte, tiene derecho a consolarse con la reflexión de que este desarrollo no se detendrá precisamente en el año de gracia de 1930. Tiempos futuros traerán nuevos y quizá inconcebibles progresos en este terreno de la cultura, exaltando aún más la deificación del hombre. Pero no olvidemos, en interés de nuestro estudio, que tampoco el hombre de hoy se siente feliz en su semejanza con Dios.

martes, 13 de diciembre de 2011

4:3, 16:9

Parece que no hay mucho mundo más allá de las ventanas que forman la televisión e internet. Son lo más parecido a un mundo a medida. Cuando algo no quiere ser visto, se cambia de canal o se cierra la ventana. No solo es posible apartar la vista “al por mayor”, sino que se puede ir más allá, pues si queremos creer en lo que queremos creer, encontraremos un mundo hecho nuestra imagen y semejanza. Conspiranoicos, liberales radicales, anarquistas, frikis de todo género, marxistas-leninistas, coprófagos, amas de casa y en definitiva, cualquiera (por ejemplo usted y yo, lector) pueden encontrar (o crear ellos mismos) su propio guetto mental. Nadie entra allí y se siente cómodo sin la “marca”, el signo de pertenencia. Todo son ventajas: uno puede hacer y deshacer amigos con un solo click. Y además, a la carta: amigos para intercambiar palabras relacionadas con el cine, otros para intercambiar palabras relacionadas con la música, otros para desahogarse de vez en cuando y otros con los que no hace falta ni hablar, solo intercambiar enlaces. Conectarse por conectarse, donde la propia conexión es el fin, no el medio, parece la norma. No estar conectado es la nueva forma de exclusión social.

A medida que en nuestro mundo se multiplica la presencia de pantallas (en los escaparates, en cada habitación de la casa, en las aulas, mientras se pasea, en una reunión de amigos, durante la cena de empresa...), crecen las conexiones mediadas por ellas, a la vez que crece una nueva forma de aislamiento, basada en la influencia que las pantallas y las conexiones ejercen en la forma en que se relacionan las personas. Cada vez con más frecuencia, la imagen que se tiene de los vecinos al cruzar las puertas de nuestras casas es que esas gentes son cohabitantes, nada más. Las gentes a nuestro alrededor tienen un estatus meramente accidental. Unas veces nos sirven. A veces incluso molestan. Esto se produce en un contexto en el que las relaciones entre las personas se encuentran fuertemente influenciadas por las formas de conectarse en el cibermundo. No me cabe duda que a mayor influencia de estas formas de intercambio interpersonal en la red, se produce un mayor desgaste del intercambio relacional face to face. Sin ir más lejos, las gentes casi confunden una con la otra con el mero hecho de transformar las ventajas de una en la falta de sentido de la otra. Las formas de habla cálidas donde el contacto con el otro produce un vinculo más allá de la mera “conexión por la conexión” se desgastan en la medida en que el mundo del bis a bis se ve colonizado por las formas de habla mediadas por pantallas, cables, redes y bits. Estas últimas, formas de habla frías que generan distancia. Esta es la paradoja del aislamiento mediante pantallas: a mayor cantidad de pantallas, mayores conexiones, pero también mayor frialdad.

En nuestros castillos hechos a base de conexiones y cambios de canal encontramos la calidez a través de formas de acicalamiento social que retroalimentan estos reinos en la red. Sin embargo, además de la frialdad que se genera en el contacto mediado por la red, se produce una creciente desconfianza a lo ajeno al castillo. Cuando se echa el pestillo del castillo, se hace por desconfianza, por temor a la contaminación del espacio, por temor al otro y a la ruptura de la armonía que este puede traer. Recuerdo que Hobbes nos recordaba la necesidad de protegernos los unos de los otros poniendo a prueba nuestra endeble confianza en los semejantes al preguntar si las gentes echan o no el pestillo cuando se van de las casa. Hoy parece que el pestillo se ha replegado. En las casas, hijos y padres ya no encuentran su reino. Los vecinos ya no son los potenciales peligros contra los que tenemos que echar el pestillo. Hoy día, el reino se ha reducido a la propia habitación de los jóvenes o al despacho de trabajo, donde echamos el cerrojo y realizamos la retirada a nuestro propio universo, libre de agresiones. Mientras, crece la desconfianza, la paranoia y el frío se hace más intenso.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Síndrome de Estocolmo

“El pueblo ha hablado”, se dice estos días. No hay duda de ello, pero a pesar de todo, me veo obligado a seguir pensando en los mismos términos en los que me expresaba en entradas anteriores (Aquí dejo el enlace a dicha entrada, a una semana de las elecciones: http://misayputas.blogspot.com/2011/11/el-voto-consciente-o-como-se-convierte.html). Entonces no hablé de pueblo, pues el pueblo, pensaba yo, debía tener una cierta consciencia de qué era lo que estaba haciendo. El efecto alientante y adormecedor que convierte al elector en algo muy parecido a un zombi hambriento me parecía una manera sugerente de plantear el estado de cosas general en lo referente a la cuestión de la ciudadanía en nuestras actuales sociedades democráticas. Seguiré por este camino, puesto que la sensación ahora es exactamente la misma, pero bajo la luz del nuevo espacio “postelectoral”.

El deseo del pueblo ha sido encajado en las urnas y, a través de nuestra particular receta institucional se pretende llevar a la práctica. Veremos exactamente cómo. Muchos han hablando sobre lo que nos deparan los próximos meses e incluso años. Se han hecho pronósticos aterradores, no se si para explicar y preparar, o para asustar y paralizar. Sea como sea, esto lo dejaremos para más adelante. Por ahora, lo que sí es seguro es que en sentido estricto, no habrá oposición. No la habrá porque la izquierda tanto en España como en Europa se encuentra en una especie de pesadilla de la que tendrá que salir verdaderamente transformada para sobrevivir. Los discursos tendrán que ser revisados al margen de debacles electorales. Sin embargo, mucho me temo que esto será imposible. Su modificación será solo una maniobra electoral más sin mucho fondo. La caza del voto será, posiblemente, el nudo corredizo que ate, cada vez más fuertemente, los discursos y la propaganda. De hecho, aunque se diera el fantasioso supuesto de que la oposición tuviera algún discurso interesante y verdaderamente alentador, este no dejaría de ser más que un susurro al lado de los gritos y gemidos de la gente asustada frente al negro panorama. En esa lógica de electoralismo y propaganda, el ciudadano se disuelve y al final resulta que el miedo y la inseguridad solo sirven para mover y convertir, en el peor sentido del término, al elector. Una vez hecho esto y terminada la campaña, creo que el miedo (sembrado astutamente por los aspirantes) ya no importa al los dueños del poder. Y mucho me temo que ahora, en este espacio “postelectoral”, los gritos de auxilio desaparecerán del espectro audible de la hegemonía resultante de las urnas, porque estarán ocupados en ese “actuar”, en esas medidas misteriosas. Y se actuará sin mucho margen para supervisar o replantear las cosas, ya que lo que nos trajo la noche electoral es una mayoría absoluta en un contexto tremendamente delicado.

Es posible que a cambio de una futurible recuperación económica, hayamos entregado como fianza a la democracia misma. Y no tenemos ni idea de cómo nos será devuelta. La afirmación es dura y a más de uno le puede resultar falta de tino, pero atengámonos a una serie de hechos para dilucidar cuál su sentido. Primero, centrémonos en nuestras propias circunstancias: hasta dentro de cuatro años, el gobierno tendrá carta blanca para “actuar”, sin importar si cuenta con el beneplácito o no de los demás grupos parlamentarios. Habrá una línea a seguir y no será necesario ningún género de consenso. Es cierto, estás circunstancias están contempladas en las reglas de juego, pero estas no dejan de ser un toro difícil, y es posible que como indicaba Miguel Ángel Rodríguez (ex portavoz del gobierno de Aznar) en el programa de Jordi Évole: "si [a Mariano Rajoy] no se le ven maneras, en Junio va a tener tener la calle ardiendo". A pesar de lo certeras de las declaraciones, lo que realmente me interesa no es cómo se se las va a ver el nuevo gobierno cuando tenga que aplicar medidas, cuando tenga que "actuar", sino el contexto en el que se produce el cambio del 20 de Noviembre. Para ello, desplacémonos un poco: Italia ha tenido que recurrir a un gobierno elegido prácticamente a dedo que todo el mundo califica de “tecnocrático”. Este gobierno será, sin lugar a dudas, una máquina de “actuar”. Grecia quería pensarse mejor las restricciones que imponía Europa para su rescate con un referéndum. Después de anunciar la intención de convocar dicho referéndum, el gobierno no duró ni un corte de pelo. Es cierto que el gravísimo problema requiere una toma de medidas. No es este el espacio en el que discutiremos sobre la dirección que deben tomar las mismas. Tampoco voy a discutir la bondad o maldad de las que están ya en marcha. La cuestión de interés a mi juicio está bajo todo esto, y tiene que ver con la influencia que ejerce este contexto sobre nuestra conciencia y cómo se trasmite esto a nuestras instituciones.

Volvamos entonces al momento en el que decía que nuestra democracia había sido entregada como fianza. Ahora, creo que puedo ir más allá. Yo diría que en cierto modo se encuentra secuestrada. La sospecha que me lleva a expresarme en estos términos es el hecho de que la mayoría absoluta se produce en un momento en el que el partido triunfante se presenta como el partido obediente a la dinámica que se impone en este momento de la crisis. Los no obedientes han caído. Atrás han quedado esos tiempos (2008) en los que los líderes mundiales hablaron de una “refundación del capitalismo” que muchos vituperámos y vimos con buenos ojos. Entonces el "actuar" iba en otra dirección.  La realidad ahora es bien distinta, pues sufrimos un auténtico síndrome de estocolmo. Y es que al menos en cierta medida, la alienación de la que hablaba Marx tiene cierta vigencia. Hemos visto en la forma en que surgen los nuevos gobiernos en Europa y en el resultado electoral en España la muestra de cómo las expectativas y temores de las gentes llegan a solaparse con las aspiraciones y miedos del gran Goliat del mercado en crisis. De este modo es posible dar cuenta del cambio de rumbo ahora que vemos a las gentes mirando con buenos ojos el nuevo rumbo de ese misterioso “actuar” que se adviene. Veremos pues qué es ese “actuar”, cuánto dura el secuestro, cuánto dura la crisis y en qué estado nos es devuelto el rehén y nuestra conciencia.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Brillantes consideraciones IV: Platón-Sócrates


<<Agradezco vuestras palabras y os estimo, atenienses, pero obedeceré al dios antes que a vosotros y, mientras tenga aliento y pueda, no dejaré de filosofar, de exhortaros y de hacer demostraciones a todo aquel de vosotros con quien tope con mi modo de hablar acostumbrado>>, y así, seguiré diciendo: <<Hombre de Atenas, la ciudad de la más importancia y renombre en lo que atañe a sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de afanarte por aumentar tus riquezas todo lo posible, así como tu fama y honores, y , en cambio, no cuidarte ni inquietarte por la sabiduría y la verdad, y porque tu alma sea lo mejor posible?>>, y si alguno de vosotros se muestra en desacuerdo con mi y asegura preocuparse, no le dejaré marcharse al punto ni yo me alejaré, sino que le haré preguntas, le examinaré, le pediré cuentas, y, si no me parece estar en posesión de la virtud, aunque me lo diga, le echaré en cara su poco aprecio de lo que más vale y que estime en más lo que es más vil. Éste será mi modo de obrar con todo aquel con quien yo tope, sea joven o viejo, extranjero o ateniense, pero preferentemente con estos últimos, por cuanto que estáis más cerca de mí por razón de nacimiento. Pues es es lo que ordena el dio, sabedlo bien; y yo considero que no habéis tenido en al ciudad mayor bien que mi labor al servicio del dios. Efectivamente, yendo de acá para allá, no hago otra cosa que tratar de convenceros, tanto a jóvenes como viejos, de que no debéis cuidaros de vuestros cuerpos ni de la fortuna antes ni con tanta intensidad como de procurar que vuestra alma sea lo mejor posible: para ello os decía que no nace la virtud de la fortuna y, en cambio, la fortuna y todo lo demás, tanto en el orden privado como en el público llegan a ser bienes para los hombre por la virtud. Pues bien: si diciendo esto corrompo a los jóvenes, será ello nocivo; pero si alguien sostiene que yo digo algo distinto miente. Y con relación a eso mismo he aquí lo que os diría: <<Atenienses: tened presente que yo no puedo obrar de otro modo, ni aunque se me impongan mil penas de muerte; con este pensamiento, haced caso a Anito o no se lo hagáis, absolverme o no me absolváis>>”.

Apología de Sócrates, Platón, S. VI a.C

viernes, 11 de noviembre de 2011

El “voto consciente” o cómo se convierte uno en un zombi

Para empezar, debemos hacer una mínima aclaración que espero no resulte idiota por su simplicidad: uno siempre es consciente (o inconsciente) de algo, ya que hablamos de un verbo transitivo. Cuando en general hablamos de consciencia se entiende que estamos ante un proceso en el que el sujeto se encuentra ocupado en algo, pendiente de algo; cuidando. Ese algo que ocupa su pensamiento o acciones es precisamente de lo que es consciente. En el terreno de las ideas y pensamientos, nos encontramos que cuanto más interiorizado está aquello de lo que uno es consciente, resulta posible pensarlo más de cerca y resulta que aquello de lo que se es consciente forma parte de nosotros como nuestra carne, luego se cree en ello y se actúa en conformidad con ello con pleno conocimiento. Descubrimos entonces que aquéllo en lo que creemos y pensamos de manera consciente lo vivimos con todas sus consecuencias y que estamos en disposición de hacemos responsables porque estamos cuidando, estamos pendientes de lo que nos ronda en la cabeza y hemos comprendido las puertas abiertas ante nosotros, hemos valorado y hemos elegido. “Esto es como respirar”, podría decirse. Y en parte la analogía es válida, porque al igual que al respirar, si no elegimos nada acabaríamos muertos. Sin embargo, hay algunas diferencias importantes que no son moco de pavo en todo eso. En la elección, nuestra vida tal y como es, está en juego, luego nosotros mismos estamos en juego. Lo que haga (o no, porque no hacer es más a menudo de lo que pensamos un hacer) configura quién soy y cómo hago el mundo que me rodea. Por esto, dejar de respirar y dejar de elegir de esta manera nos llevan a la muerte de distinta manera, puesto que hay gentes de las que diríamos que han perdido la vida pero que respiran y están vivas.

Se puede andar por ahí, como decía Ortega y Gasset, como sonámbulo. Hoy día tenemos un icono mucho más elocuente y adecuado a nuestro mundo postmoderno para describir eso. De hecho, es tan adecuado que, explotado al máximo por la industria de del cine, la televisión, la literatura y el marketing, se olvida de su caracter satírico primigenio. No es otra cosa que el zombi. Esta criatura necesita deambular en busca de presas porque así lo dicta su naturaleza. Y según la película, cómic, videojuego o libro tendrá más o menos capacidades para lograr esto (correrá o no, abrirá o no puertas, saltará e incluso vomitará ácido), pero lo que no hará es preguntarse porqué hace lo que hace. Dicho de otra manera: no se preguntará si es consciente de lo que está haciendo porque el zombi está programado y se moverá en busca de vísceras y entrañas hasta su completa destrucción. Pues bien, no me cabe ninguna duda de que el ciudadano de hoy se parece mucho más que ayer a un zombi. “Hay que votar, vota X, no te quedes en casa...”, se dice constantemente. Esta frase y su concreción en el voto son al ciudadano lo que el hambre y las entrañas son para el zombi. Somos como primos cercanos, somos zombielectorado.

¡Pero demonios, claro que hay que votar!, me suelo decir, porque lo que fundamentalmente nos convierte en zombielectores, no es a quién votamos, sino cómo ejercemos ese voto. Pero como suele ocurrir, siempre nos encontramos con "la última vuelta de tuerca", algo que toca los límites. Por eso el zombielector no es un extremo teórico, sino algo real. La prueba de que en alguna parte encontramos esa vuelta de tuerca en el empeño creciente en combinar a esta criatura comecarne con el ciudadano lo he encontrado en una web. Resulta que aquí (http://www.elecciones.es/) resolveremos, después de 15 preguntas, cuál es el destino de nuestro voto. Así de fácil, así de rápido y para toda la familia. Todo en un click y al alcance de tu mano. Y además ¡es gratis! ¡No tendrás que pensar por más de 10 minutos!. Lo más paradójico en esa web es que en una esquina aparece un eslogan que reza: “el voto consciente”. La verdad, como no sea consciente de que están eligiendo por uno, no le encuentro ningún sentido.

Siendo sincero, a estas alturas no me parece tan extraño que iniciativas como esta salgan adelante y que alguien haya pensado esta aplicación web que, teniendo en cuenta lo que uno ya tiene en la cabeza, se encargue de terminar el proceso de pensamiento y elección. La política sufre un creciente y fuerte desgaste desde que no deja de ser un juego de oferta y demanda. En ella, los votos son lo que al mercado es el capital. El objetivo es saber atraerlo mediante las estrategias más eficaces, de modo que desde el momento en que la eficacia entra de lleno en el juego de la lucha por votos, la política ha devenido en la persecución maquiavélica de la mejor manera de llevarse al ciudadano al bolsillo. Esto explicaría porqué los programas políticos, que se parecen cada vez más a virus que infectan al ciudadano llenándolo de miedos, dogmas y problemas peculiares, son tan eficaces generando esa hambre que nos hace ir angustiados y medio programados a las urnas. Este esperpento se termina fraguando cuando se dan las condiciones para la aparición de una dejación en la elección, que vemos ejemplificado en esa web, en la que tanto el acto de consciencia de si (el autoescrutinio y puesta a prueba de las propias conclusiones) como el de consciencia de lo que se va a hacer (las implicaciones de la puesta en practica de nuestras resoluciones) quedan automatizados por algo que no somos nosotros mismos. Es aquí cuando uno ya es un zombielector que corre a las urnas tambaleante y no solo angustiado y expectante ante una posible cura para los miedos y problemas que en en parte vienen de fuera, del virus que lleva dentro, sino que también lo hace sin ser consciente de porqué ha llegado a las resoluciones que le llevan a un voto determinado, alienado por los productos del mediático mundo actual. En definitiva, puede terminar no siendo consciente de lo que se trae entre manos, lo que resulta doblemente eficaz para los brokers del poder, que habiendo automatizado (y por ello, alienado) la tarea más importante del elector (pensar y elegir), se pueden limitar a crear la pandemia más eficaz para contagiar a la mayor cantidad de ciudadanos posibles y transformarlos en sus zombis.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

Brillantes consideraciones III: Karl Marx y Friedrich Engels

"La burguesía no puede existir si no es revolucionando permanentemente los instrumentos y los medios de la producción, que es como decir todo el sistema de la producción y, con él, todo el régimen social. Todo lo contrario que las clases sociales que le precedieron, pues éstas tenían como causa de su existencia y pervivencia la inmutabilidad e invariabilidad de sus métodos de producción. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las precedentes por cambios continuos en los sistemas de producción y en las estructuras sociales. Se derrumban las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, junto con todo su séquito de ideas y creencias antiguas y venerables, y las nuevas envejecen ya antes de echar raíces. Se esfuma todo lo que se creía permanente y perenne. Todo lo santo es profanado y, al final, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con lo demás."

Manifiesto Comunista, Karl Marx y Friedrich Engels, 1848.

viernes, 28 de octubre de 2011

Ideología y utopía hoy


La imaginación y la capacidad de soñar son el aderezo de la libertad. Sin ella, toda receta quedaría gris y sabría a tristeza. Juntas, libertad e imaginación, forman la pasta con la que el hombre construye su mundo, modifica su cultura y piensa el futuro. Una de las formas más extendida de pensar ese futuro en occidente hunde sus raíces en Platón y pasa por Tomás moro, San Agustín, Proudhon, Saint-Simon, y hasta el mismo Marx: hablamos de la utopía. Imaginar y concebir el mundo libre de pecado, libre de dominación, opresión y miseria ha inspirado las mentes de intelectuales y pensadores de todo tiempo, signo político y condición.

Perseguirla entendiendo la utopía como reinvención de la política y hasta del propio ser humano parece algo atemporal. Y casi siempre, con el beneplácito o no de los filósofos del momento, el proyecto se legitima echando mano de la filosofía. Sin embargo, hace tiempo que se habla de la renuncia a la totalidad. Escribía T. Adorno en Para qué la filosofía (1962) que “la filosofía que se plantease todavía como total, en cuanto sistema, llegaría, sí, a ser un sistema, pero de delirio”. Al escribir esto, Adorno tenía en mente todas las traumáticas experiencias acaecidas entre 1914 y 1945. Por entonces, buena parte de la puesta en marcha de los engranajes que convirtieron Europa en un montón de escombros y cadáveres venía motivada por cosmovisiones integrales en las que el hombre, la sociedad y la economía formaban parte de un todo en el que nada se escapaba. Todo tenía su razón de ser o en su defecto, todo la tendría. No había lugar a la duda, solo a la verdad . Sin embargo, no solo la experiencia de comprobar cómo los hombres pueden ser absorbidos por cosmovisiones totales y conducidos al desastre es suficiente para plantear dudas sobre una filosofía de la totalidad, sino que la propia marcha de la filosofía no auguraba un buen futuro a las filosofías del todo desde Nietzsche. En un mundo cada vez más fragmentado e inabarcable, donde la experiencia y la conciencia humana se comenzaban a diversificar  más allá de los corsés epistemológicos y metafísicos modernos, surgió el "fragmento" y el “filosofar a martillazos”. Si la multiplicidad y el cambio hacían que todo se escapara de entre las manos de filósofos y sociólogos, no resulta raro que se produjera el salto a la filosofía del fragmento, defenestrando finalmente a la totalidad, al sistema. Es posible que Niezsche no fuera el primero en darse cuenta de esto, pero si fue el primero que pensó teniendo en cuenta esto con toda su radicalidad. Desde ese momento, las cosas en la filosofía ya no serían iguales.

¿Pero por qué la utopía sigue siendo hoy día algo tan atractivo?. Porque pesar de las enormes llagas que debe soportar el concepto, parece que resiste al paso del tiempo. Ciertamente, sin ella se rompe una dinámica que arrastra nuestra manera de pensar desde nuestros orígenes como cultura. ¿Será que no podemos soportar la marcha de las cosas sin utopía? Es cierto que el componente esperanzador se puede desvanecer, pero ¿estamos seguros que las esperanzas han estado (y están) bien situadas?. Pensar que una ristra de principios de orden superior gobiernan al mismo tiempo el orden económico, social y político con la misma fuerza es completamente inactual. No solo porque ello resulte un enorme salto al vacío, sino porque a la luz de lo aprendido (si es que la historia es un vehículo de aprendizaje) la soberbia no es buena compañera de viaje. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873), Niezsche nos comenta:

No hay nada en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que no se hinche como una bota con un mínimo soplo de aquélla fuerza del conocimiento; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener sus admiradores, el más orgulloso de los hombres, el filósofo, es totalmente de la opinión de que, desde todas las partes, los ojos del universo están dirigidos telescópicamente a sus obras y pensamientos.

El particular escepticismo de Niezsche lo dejaremos para otra ocasión. Lo que resulta interesante para este propósito es el desenmascaramiento de una actitud que podemos verla ejemplificada en las doctrinas de Leibnitz, las cuales pregonaban una teodicea racional en la que, sin importar la locura, la segregación, la enfermedad, la guerra y la miseria se vivía, literalmente, “en el mejor de los mundos posibles” (1715). Esta es la actitud del filósofo que ha llegado a la meta. Para esta clase de filósofo no hay mucho más a partir de las lineas rojas por él marcadas. Pero lo realmente inquietante no es la aparición de muros irrompibles y fuerzas irresistibles, sino la irrupción del experto y el demagogo, pues estos suelen ser, como se dice en nuestro país, “más papistas que el papa”. La soberbia del filósofo se transmuta entonces en un delirio en el que todo tiene su lugar. Por eso, con una utopía bien consolidada ideológicamente, y si se ponen las condiciones para ello, la dominación sin cortapisas de ningún género tiene el terreno abonado.

No importa demasiado si el objetivo es oponerse sin más, pretendiendo sustituir un orden por otro, una utopía por otra (en términos actuales, un sistema por otro), porque si no hay una finalidad crítica, el discurso que tendemos delante será pura ideología con un buen lavado de cara. Su objetivo será legitimar un orden (porque deslegitimar un orden para implantar otro también es legitimar un orden, el propio en este caso), y no se irá más lejos de un mero cambio de roles y un cambio en la red de poder y dominación. El bienintencionado militante hablará de justicia, de igualdad, de derechos, pero también hablará de verdades empuñando el sable del filósofo o teórico de turno. El bienintencionado militante entonces delira, delira de utopía y delira de sistema.

La esperanza no es cosa de la filosofía. La filosofía es crítica.

miércoles, 19 de octubre de 2011

El cajón: Sir Ken Robinson


                                      


No tenia ni la más remota idea de la existencia de este señor. Y la verdad, espero que más de un pedagogo esté al tanto de lo lúcidas que son sus reflexiones.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Obsolescencia no planificada

Dentro de no mucho, llegará el momento de votar. El electorado no consumido por el desánimo y el descrédito de instituciones y clase política (con razón o sin ella), acudirá a las urnas a legar la autoridad que le brindan las actuales formas de control del poder a las administraciones. Estas serán las responsables de tomar las decisiones que incumben a todos.

Las frustraciones, miedos e inseguridades han sido siempre uno de los instrumentos más populares entre los alquimistas del poder para hacerse con las riendas y aplicar su receta de futuro. Tanto es así, que en algunos momentos no les ha temblado la mano para sembrar la corrosiva simiente del miedo y ofrecerse al mismo tiempo como la cura. Y nuestro contexto no es una excepción, sino una confirmación de proporciones bíblicas. Ya asistimos meses atrás al campo de pruebas. Entonces, el terror colectivo al empobrecimiento, a la inmigración, a la disolución de la identidad (nacional o nacionales, de género, de raza, de orientación sexual...etc), o la pérdida de prestaciones sociales convirtieron a la masa electoral en trigo trillado, incluso mediando un naciente “movimiento” que auguraba cambios.

La inercia nos arrastra hacia una historia que parece escrita, incluso mucho tiempo atrás. Y no me estoy refiriendo a la futura victoria del Partido Popular en España, porque de haber sido otro el escenario y de haber otros protagonistas, el juicio seria bastante parecido. La clase política ha jugado sus cartas gastadas al tiempo que el conjunto de la sociedad, convertida en electorado, ha sido movilizada en torno a las reglas de juego sin demasiado margen de maniobra, lo que parece empezar a incomodar. La recurrente opción de “ataque a la totalidad” yerra completamente el blanco. En esta cuestión, Tony Judt se expresa a las mil maravillas cuando afirma que “quienes afirman que el fallo es del <<sistema>> o quienes ven misteriosas maniobras detrás de cada revés político tienen poco que enseñarnos”. En muchos casos el discurso incendiario no es más que la expresión del desánimo (justificado, sin duda), tristemente transformada en una visión de conjunto en la que el sujeto y su causa ocupan (¡oh, casualidad!) el lugar central. En suma, una suerte de “mapeado cognitivo” algo narcisista que por revolucionario se presupone inequívoco. Posiblemente y sólo en parte, en la medida en que esos bienintencionados vientos de cambio del mes me mayo se acercaban a estas formas, es posible explicar cómo ha resultado que el electorado siga siendo trillado apaciblemente por la clase política y que no haya habido gran calado. Lo que parece más visible es que la incomodidad mencionada se hace más fuerte después de comprobar que no existe margen de maniobra porque no existe maniobra más allá de la actual oferta política. De momento y hasta nuevo aviso, cualquier supuesta “nueva oferta” no hace más que anotaciones al margen, que en muchos casos no vienen sino a generar contradicción.

Toda la oferta política suele andar pivotando en torno a unos ejes que encauzan todo discurso (si es que lo hay).Cada vez que la cara y el carisma (de nuevo, si es que lo hay) del partido se dispone a leer el discurso que los publicistas del equipo han preparado para él, hay tres puntos de apoyo que no se le escapan a nadie. El primero, siempre se articula en torno al estado-nación, la forma del estado que impera en medio mundo a pesar de todo contratiempo y crítica. A este respecto, resulta interesante reparar que mientras el mundo global asiste a corrosión de dicha fórmula (debido a las críticas, en parte por la dificultad que atraviesa para redefinir su soberanía y para ser inclusivo con otras nacionalidades y culturas a la vez que sigue haciendo hincapié en la nación), identidades nacionales de todo signo, hacen acopio de toda su maquinaria retórica para reclamar su inclusión en el selecto grupo de estados-nación. No importa lo revolucionarios y vanguardistas que sean los discursos. Su estado-nación no será un producto del pasado, ni tendrá los problemas que adolecen al resto. Nada nuevo bajo el sol. Otro de los pivotes viene a ser el dogma del crecimiento. Tiempo atrás podía tener sentido movilizar a la sociedad en torno a un proyecto de mejora y progreso gracias a un crecimiento de la productividad sin límites. Había (y hay) mucho que ganar en lo social. Sin embargo, con el tiempo han aparecido dos cucarachas. La primera es cultural: El crecimiento se ha desprovisto de contenido moral y ha abandonado las metas comunes, centrándose en el individuo, lo que ha transformado al crecimiento en la compra sin sentido y ha transmutado al ciudadano en consumidor. Cada vez que un político se llena la boca relacionando crecimiento y “estímulos al consumo” refuerza esta tesis. La segunda de las cucarachas toca lo ecológico y lo ético: El crecimiento es imposible a este ritmo sin acabar destruyendo nuestro mundo. No son posibles las actuales cotas de explotación de los recursos naturales sin producir un colapso que será más grave si aquéllos residuos que tienen difícil salida no dejan de multiplicarse como ahora lo hacen. Curiosamente para muchos, “dar salida” a residuos no tiene que ver con el reciclaje ni con la reutilización, sino más con mandar contenedores de “material humanitario” llenos de ordenadores inservibles o medicamentos caducados, lo que hace que el ritmo actual no solo no sea sostenible, sino poco ético. Al final, no hay contradicción más evidente que el descubrimiento de una tendencia manifiesta a la autodestrucción.

En un momento como este, la aparición de proclamas y eslóganes cada vez más parcos y con menos contenido sugiere un tipo movilización del electorado que raya lo orwelliano. Por esto cabe preguntar si la política no se ha convertido en el último bastión conquistado por la mercadotecnia, si no se han convertido los programas políticos en productos que se presentan para aplacar nuestros miedos y frustraciones. El cuestionamiento de dogmas y la pregunta coherente sobre lo que queremos en relación con el legado, la comunidad y el respeto es una necesidad, ya que los productos de la política actual, tal cual se exponen, son claramente defectuosos o peor, meros mitos.

jueves, 6 de octubre de 2011

Brilantes consideraciones II: Nicolás Maquiavelo

"Así pues, no es necesario que un príncipe posea de verdad todos esos atributos, pero sí muy necesario que parezca que los tiene. Es mas, me atrevería incluso a decir que poseerlo y observarlos siempre es perjudicial, mientras que fingir que se poseen es útil; es como parecer piadoso, fiel, humano, íntegro, religioso, y además serlo realmente; pero, a la vez, tener el ánimo dispuesto para poder y saber cambiar al tributo opuesto, si es necesario. Y hay que entender bien esto: que un príncipe, y fundamentalmente un príncipe nuevo, no puede observar todas las cualidades que hacen que se considere a a un hombre bueno, ya que a menudo, para conservar el estado, necesita actuar contra la lealtad, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. Por eso es importante que tenga el ánimo dispuesto a cambiar le indiquen los vientos de la fortuna y los cambios de las cosas y, como dije antes, no alejarse del bien, si puede, pero saber entrar en el mal, si es necesario. 

Por tanto, un príncipe tiene que tener mucho cuidado de que nunca salga nada de su boca que no esté lleno de los cinco atributos que antes he mencionado, y que parezca, cuando se le vea y se lo oiga, que es todo piedad, todo lealtad, todo integridad, todo humanidad y todo religión. Y no hay cosa más necesaria que aparentar que se posee este último atributo. Los hombre, en general, juzgan más por los ojos que por las mano, porque muchos son los que ven y pocos los que tocan. Todos pueden ver lo que pareces, pero pocos saber lo que eres, y esos pocos no se atreven a ir en contra de la opinión de la mayoría que tienen la autoridad del estado que la respalda; y en la acciones de todos lo hombres, y máxime en las de los príncipes, cuando no hay tribunal al que reclamar, se juzga por los resultados. Haga, pues, el príncipe lo necesario para vencer y mantener el estado, y los medios que utilice siempre serán estimados y honrados y por todos serán alabados. Porque el vulgo siempre se deja llevar por las apariencias y por el éxito de los hechos; y en el mundo no hay otra cosa que vulgo, y los pocos no tienen sitio cuando los muchos tienen donde apoyarse".

Nicolás Maquiavelo, El príncipe, capítulo XVIII, De qué forma tiene que mantener su palabra el príncipe. 1513

sábado, 1 de octubre de 2011

La incertidumbre y la pequeña pantalla

La imagen del espectador quebrado por sudores fríos ante la televisión parece haber desaparecido del imaginario colectivo. Los informativos ya no nos impactan como antes, no rompen la armonía en la mesa o provocan falta de apetito. A la vez que olvidamos que el silencio puede resultar la respuesta más elocuente al horror (porque a veces la barbarie no necesita exégesis), nos encontramos con que el silencio ha pasado de moda. Y es que más a menudo de lo que querríamos, nuestras propias palabras roban al silencio reflexivo el espacio que merece.

En general, el poderoso influjo de la industria de la información (desde el fabricante de ordenadores hasta las grandes sociedades anónimas de los medios comunicación masivos) no sólo ha cambiado al espectador, sino que ha cambiado la forma de vivir, la forma de relacionarnos. Entre otros factores, la PIBización de la vida contribuye a que el sentido de pregunta por “el valor de las cosas” se haya desplazado hacia la pregunta por el valor de utilidad en bruto, lo que provoca que en la esencia de la pregunta sobre “el valor de las cosas”, se obvie uno de los sentidos primordiales del término “valor”. Desactivada de esta manera la pregunta sobre el valor de las cosas en sentido moral (y obviamente, terminando a su vez con pregunta por el valor de los valores), se oscurece la posibilidad de preguntar cómo afectan esas cosas que valoramos a nuestra manera de vivir. A la vez que la utilidad de aparatos, mejoras de software, nuevas revistas o periódicos se instala en nuestras vidas, la atención en torno a esa utilidad se fija deliberadamente en la apertura de posibilidades que sin duda la multiplicidad de productos permiten, dejando de lado en este proceso los elementos oscuros y contradictorios que conlleva. La transformación de nuestras vidas corre paralela al desarrollo de estas tecnologías de una manera que cuesta imaginar mientras el foco siga situándose sólo en ese marco de utilidad, de posibilidades abiertas.

En el anuncio de un automóvil ¿alguien ha visto roturas de motor, aire irrespirable, manchas de grasa, atascos interminables o personas sin un duro para poder pagar la gasolina? Esto no es habitual porque son los elementos que conscientemente se esconden en favor de la obvia utilidad del automóvil. Lo que solemos ver en esos anuncios son carreteras verdes y amplias en las que no molesta ningún coche y todos se dejan adelantar mansamente. El juego que mencionábamos opera aquí cuando se introduce la utilidad por un lado, mientras que por otro se esconden ciertos elementos indeseables. En este proceso el objetivo es doble: Convencer y reafirmar. En el concepto “costes medioambientales” nos encontramos con la vuelta de tuerca a esta lógica. Al descubrir los desastres medioambientales producidos por la actividad industrial, a alguien se le ocurrió la genial idea de integrar los efectos no deseados en el calculo de utilidad para matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, se consigue eliminar la sensación de que algo huele mal. Por otro, se elimina un fuerte sentimiento de culpa. Y así, todo puede seguir igual, con la felicitante sensación de que este es el buen camino.

Sin embargo, y a pesar de que los informativos ya no nos hielan la sangre, a veces uno se encuentra con un regusto extraño que hace le intuir que algo no anda bien. Esto lo podemos ver en la cada vez más grande desproporción entre lo que podemos saber como espectadores y lo que realmente podemos hacer. Nuestras sociedades contemporáneas ponen al alcance de la mano informaciones de todo género. La utilidad de esto es innegable, pero el efecto en nosotros resulta más difícil de ver. Resulta posible recoger y traer el sufrimiento desde los rincones más recónditos del mundo hasta nuestros hogares. Sin embargo, toda esta información, convertida en datos, provoca indiferencia o lo que es peor, puede acabar en insensibilización o dispersión de responsabilidad. ¿Realmente estamos preparados moralmente para “estar informados” en en mundo de la aldea global, disponemos del lenguaje moral y de las herramientas para estar en este mundo?. Disponemos de televisión, pero no de teleacción, dice Zygmunt Bauman. Posiblemente es muy optimista, porque en caso de haberla ¿cree que estaría usted a la altura con una teleacción entre las manos?

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Cucarachas en las fuentes del conocimiento


Comienza un nuevo año académico. Otro más. Miles de estudiantes de toda España se disponen a cumplir de nuevo con el programa de estudios con el objetivo de lograr superar los créditos necesarios y conseguir el papel que les acredita como diplomados, licenciados, graduados, posgraduados, ingenieros técnicos, ingenieros superiores o “masterizados”. En la adolescencia, las palabras “titulado universitario" aparecían con letras de oro en las mentes de los que ahora se hayan en la cumbre del sistema educativo . Sin embargo ahora, la decepción y el desengaño abundan (variando según especialidad) y todos aquéllos que oían hablar de la universidad entre sonidos de arpas ahora intentan mirar a otra parte cuando se habla de de estudios superiores y, como en otro momento apunté, huyen en busca de su particular locus amoenus. “Título y salir corriendo para no volver” es la constante.

“Otra vez a vueltas con la universidad”, me dirá algún lector asiduo “¿Pero qué te ha hecho a ti, es que te pegaron, es que la comida era mala?”. No, no me pegaron, pero casi. Y sí, la comida a veces era horrenda, pero hablamos de universidad, no de comida. Sacar a la palestra este tema en tantas ocasiones tiene su sentido. Por un lado, considerando que la universidad se encuentra en un punto crítico y teniendo en cuenta la influencia que puede tener la universidad en la sociedad (y viceversa), es posible dar cuenta de algunos de los enredos de nuestras actuales circunstancias hablando de la universidad, mientras que por otro, y dada la influencia que la universidad puede tener en la juventud, resulta interesante ver hasta qué punto sus problemas son los enredos del las futuras generaciones. Por estas cuestiones, y aprovechando la vuelta a escuelas y facultades, resulta interesante sacar a la palestra algunas de las incómodas cuestiones referentes a universidad de hoy.

Los viejos lastres y fallas de buena parte de las administraciones del Estado español tienen su réplica en las universidades del territorio: gorrones, vagos, enchufes... Junto a este vergonzoso etcétera y a poco que se transite por la universidad, se pueden encontrar otros vicios endémicos que salpican sin distinción: lameculismo, falta de originalidad, decrepitud, síndrome del calientasillas, falta de profesionalidad, egolatría hiperbólica, nulas capacidades para impartir (y recibir) clases... etc. A pesar de la seriedad de estas cuestiones, considero que son producto de la depresión en la que se encuentra inmersa la universidad, causada en gran medida por la transformación de la educación, que pasa de ser una institución al servicio de las gentes, la cultura y el trabajo, a convertirse progresivamente en un bien de consumo vinculado fuertemente al vaivén del mercado laboral y a sus intereses. De este modo, la universidad deviene la cúspide de esta nueva manera de entender la educación, y esta a su vez una de las claves que pueden iluminar el porqué de una juventud que marcha cada vez más joven y más eficientemente a convertirse en alienada carne de cañón. Porque sospecho que si la máxima expresión del sistema educativo se ha olvidado por completo de su conexión con la realidad social (afanándose solo en llenar nichos laborales), alejándose del sufrimiento y la miseria que la enormidad que caracteriza a nuestra sociedad inflige a propios y ajenos, si es cierto que las preguntas incómodas y cargadas de futuro no se hacen efectivas fuera de las aulas (quedando domesticadas en los libros de texto) y si solo importa el profesional eficiente y obediente, hay motivos para afirmar que la universidad está realmente en crisis y que las dinámicas del moderno homo economicus han fagocitado la universidad para ser regurgitada deforme.

En conjunción con todo esto, la orquesta de las creencias compartidas toca al unísono la música que redondea esta crisis: “El niño debe venir educado de la escuela para convertirse en una persona de provecho tras hacer carrera”. Luego, las criaturitas no pueden perder tiempo, deben correr, superar la presión y alcanzar el éxito. El input es pues un niño que la máquina trabaja con la esperanza de que el output sea un adulto integro, libre, independiente y con las capacidades para afrontar tanto los retos personales como aquéllos propios de la sociedad en la que vive. Esta es la consigna que a menudo se escucha y que termina despertando una risotada nerviosa y preocupada cuando se constata que la salida de la máquina es bien distinta, ya que el output tiene la forma de un ser educado para el consumo, maleable y alienado casi sin remedio. Los menos, reaccionan a esto huyendo a ninguna parte, o bien resignándose a convivir a diario con la amarga decepción de percibir que aquéllas letras doradas de su imaginación se aparecen rebosantes de mugre, por lo que la depresión y la crisis termina retroalimentándose. Porque si la universidad en el pasado guardaba y generaba el conocimiento ¿qué puede significar que la universidad genere sus propios profesionales?. Si las bibliotecas de las facultades están a rebosar de literatura para consumo interno y nadie “de puertas afuera” es capaz de permear lo más mínimo en el tejido social ¿qué ha sido de sus viejos atributos?

No hace mucho pregunté si la universidad era una especie de circo lleno de luces y colores que entretiene a la juventud durante unos cuantos años para transformarla en la carne de cañón del mañana. Ahora me pregunto si el sistema educativo (y la universidad como cúsipide) no ocupa el lugar de la CPU dentro de la gigantesca máquina en la que se integra.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Brilantes martillazos III: Slavoj Zizek

"Lo que tenemos hoy es una especie de escisión radical. Por un lado el lenguaje objetivo de los expertos y científicos que ya no se puede traducir al idioma común, accesible para todos, que está presente como fórmulas fetiche que nadie comprende realmente, y que dan forma a nuestra imaginería popular y artística (agujero negro, big bang, superstrings, Oscilación cuántica…). No sólo en las ciencias naturales, sino también en la economía y otras ciencias sociales, la jerga del experto se presenta como un conocimiento objetivo con el que no se puede realmente discrepar, y que no se puede traducir en términos de nuestra experiencia normal. En pocas palabras, la distancia entre el conocimiento científico y el sentido común no se puede salvar, y es esta misma distancia la que eleva a los científicos a la categoría de figuras de culto, de «gente que se supone que sabe» (el fenómeno Stephen Hawking). La otra cara de la moneda son la multitud de estilos de vida existentes que no se pueden traducir en términos unos de otros: lo único que podemos hacer es asegurarnos las condiciones para que coexistan en un ambiente de tolerancia dentro de una sociedad pluricultural. El icono representativo del sujeto actual sería quizás un programador de ordenadores indio que, durante el día sobresale en su trabajo y por la noche, al llegar a casa, enciende una vela en honor a la divinidad hindú local y respeta la tradición que considera la vaca un animal sagrado. Esta división está perfectamente reflejada en el fenómeno del ciberespacio. El ciberespacio debía unirnos a todos en una Aldea Global, sin embargo lo que ha ocurrido al final es que nos bombardean una multitud de mensajes procedentes de universos incoherentes e incompatibles. En lugar de la Aldea Global, del gran Otro, lo que tenemos es una multitud de «pequeños otros», de señas de identidad tribales particulares entre las que escoger. Con el fin de evitar otro malentendido hay que aclarar que aquí Lacan no está, ni mucho menos, relativizando la ciencia, convirtiéndola en una narrativa arbitraria más que se encuentra, en último término, a la altura de los mitos de lo Políticamente Correcto, etc..: la ciencia sí «toca lo Real», su conocimiento es «conocimiento de lo Real». La dificultad insalvable es que la ciencia no puede desempeñar el papel de «gran Otro» simbólico. La distancia que separa la ciencia moderna de la ontología filosófica aristotélica regida por el sentido común es insalvable: ya surge con Galileo y llega a su culminación con la física cuántica, en la que nos enfrentamos a las reglas/leyes que funcionan, aunque nunca podrán traducirse en términos de nuestra experiencia de la realidad representable.

La teoría de la sociedad del riesgo y su reflexivización global acierta al subrayar el hecho de que nos encontramos en las antípodas de la ideología universalista de la Ilustración, que presuponía que, a la larga, las preguntas fundamentales se pueden resolver apelando al «conocimiento objetivo» de los expertos: cuando nos encontramos ante las opiniones diversas sobre las consecuencias de un nuevo producto en el ambiente (pongamos por caso las verduras genéticamente modificadas) buscamos en vano la opinión definitiva del experto. La cuestión no es sólo que los auténticos problemas se confunden como consecuencia de la corrupción de la ciencia derivada de su dependencia financiera de las grandes compañías y de los organismos estatales. Incluso aisladas de toda influencia externa, las ciencias no nos pueden dar la respuesta. Los ecologistas predijeron hace quince años que nuestros bosques morirían, ahora nos enfrentamos a un exceso en el crecimiento de la madera... Donde esta teoría de la sociedad de riesgo se queda corta es al exponer la situación irracional en que todo esto nos deja a los sujetos normales: una y otra vez nos vemos obligados a tomar una decisión, aunque sabemos que no estamos ni mucho capacitados para decidir, que nuestra decisión será arbitraria. Aquí, Ulrich Beck y sus seguidores hacen referencia al debate democrático de todas las opciones y al consenso: sin embargo, esto no resuelve el dilema paralizante: ¿por qué un debate democrático con la participación de la mayoría ha de tener mejores resultados cuando cognitivamente la mayoría sigue en la ignorancia? La frustración política de la mayoría es, pues, comprensible: se les pide que decidan mientras, al mismo tiempo, reciben el mensaje de que no están en posición de para decidir realmente, es decir, para medir los Eros y los contrahaz objetivamente. Apelar a las «teorías de conspiración» es buscar una salida desesperada del callejón, un intento de volver a conseguir un mínimo de lo que Fred Jameson llama «mapeado cognitivo»".

Slavoj Zizek, Matrix o las dos caras de la perversión, 2000.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Nuestra particular circunstancia

La juventud marcha en desbandada. Es evidente que las dificultades para desarrollar en el mundo del trabajo las habilidades para las que se han formado toda su vida tienen mucho que explicar al respecto. Pero considero que esto es solo un síntoma. La juventud, sintiéndose estafada, marcha a otros lugares, huyendo de ese ambiente familiar y mentiroso que en su día lanzó la arenga y que castiga ahora la apuesta. Sospecho que la obsesiva búsqueda del cambio de lugar sólo apaciguará esa sensación de hastío y enfado y que el ansiado locus amoenus no es más que medicina paliativa para una espina clavada, por lo que no dejo de pensar que estamos ante algo más. Se me antoja la visión de una evasión al más puro estilo romántico, en la que sospecho que al final no hay nada nuevo bajo el sol porque el cielo es el mismo para todos. Y es que los árboles que ahora dan amargos frutos, en su día fueron abonados de idéntica manera. Así, mientras unos se marchan a tranquilos prados verdes y fríos, buscan la calidez en tierras vírgenes de asfalto o se refugian del sol bajo rascacielos, otros descargan su ira contra “el sistema”. Los primeros se encuentran en su particular idilio, mientras que estos últimos, alzan la voz ante la parte visible de ese nosequé que agobia y enoja a la juventud para hacerlo responsable de todo. Ese nosequé es nuestra particular circunstancia y el anhelo de fuga, la sensación de estafa y la ira, sus productos.

La juventud del siglo XXI hereda un mundo construido sobre la base de ideas ilustradas, cuya influencia sirvió para sentar las bases de las instituciones que bien conocemos. Los frutos de aquélla época, sobretodo cuando pensamos Revolución francesa, nos llenan de orgullo. Los viejos valores modernos que han ido cimentando la cultura occidental salían por las bocas de abuelos, padres y docentes. Estábamos recibiendo las consignas para un mundo mejor en el que nosotros teníamos el papel protagonista. Sin embargo, ahora da la sensación de que la juventud ha recibido herramientas para la inercia y no para la construcción, en un mundo que ya no tiene la forma que se nos dibujó en la niñez, sino que aparece como una gigantesca criatura imparable y en ocasiones bárbara. Así, parece que la juventud se encuentra impotente al encontrar inútiles las herramientas y las habilidades en las que se ha formado, a pesar de que esas mismas herramientas son las que dieron comienzo a todo. Encontramos pues una discontinuidad entre las herramientas y la máquina que produce un fuerte desconcierto. “¿Si estas son mis herramientas y esa es mi máquina, por qué no puedo hacer que me obedezca?” Para muchos nosotros, que en su día escuchamos las palabras de nuestros mayores, esta es nuestra particular circunstancia, ese nosequé que sienta a farsa y a estafa, pero que en realidad es la impotencia del que atisba la sombra de la distopía y carece de los medios necesarios para pensar el futuro. Simpatice o no el lector con este sentir, parece razonable pensar que el hastío (que lo hay, y mucho, aunque servidor pueda fallar con su diagnostico) se descargue contra la parte visible de la máquina (cuyo principal componente, aunque invisible, son las ideas, mucho más difíciles de ver). Por esto, resulta razonable preguntar sobre el estado de la universidad. Si hay más universidades y universitarios que nunca, ¿por qué esto no parece afectar en nada a la sociedad? Si la universidad es la cúspide del sistema educativo en buena parte del mundo, y esta tiene la misión de formar a las gentes de cara al futuro, tiene sentido preguntar qué ha sido de ella y qué papel ha jugado en todo esto, cuando donde antes se encontraba guía y apoyo. La cuestión no parece tener relevancia, pero reviste mucha seriedad y hay demasiadas preguntas que hacer que no sabemos ni cómo plantear. Más ahora en tiempos de crisis porque, si ha pasado desapercibido para alguien, el concepto crisis económica pone el matiz deliberadamente en el término “económica” para esconder lo obvio: cuando hay crisis económica, hay crisis de valores, crisis de identidad y crisis humanitaria. Si la universidad no consigue que surjan las incógnitas que puedan inspirar a la sociedad, si su influjo, a pesar que España cuenta con más universidades que nunca (y presumo que más universitarios) no se deja notar ¿es una locura pensar que la universidad ha devenido una especie de circo o parque temático de la juventud?

Se me podrá replicar diciendo que hay iniciativas, que hay “ideas nuevas”. Pero, siendo honesto, considero que o bien la iniciativa es tibia, o como he dicho más arriba, no hay nada nuevo bajo el sol. Hoy el compromiso se da sin que medien valores fuertes. Y sí, es cierto que proliferan las ONG y los nuevos partidos, pero hay un elemento de impotencia en la medida en que la discusión sobre cuestiones morales parece desactivada. Cada cual va con su particular cantinela sin que sea posible ningún tipo de debate serio, ya que la libertad de expresión y de conciencia han devenido en una suerte de blindaje contra cualquier posible debate con otro. Así, en estas iniciativas falta una apuesta seria más allá de unas cuantas acciones que, aunque resultan muy loables, además de tener la forma de un bálsamo contra la culpa, tienden a estar vacías de contenido moral, porque así lo desea la mayoría, que no quiere ver comprometido su blindaje. En este último hecho hay también fuga, pero no es hacia un lugar distinto, sino una fuga hacia un nicho ideológico. De este modo, aunque la imagen que presentan nuestras sociedades pueda ser la de una caja de grillos, lo cierto es que donde hay iniciativas, los grillos son mudos desde el punto de vista moral, o lo que es peor, la canción es escandalosamente anacrónica.

Detener la desbandada es un modesto pero importante primer objetivo, porque el que huye no pregunta, solo corre a buscar su cabaña. El que se esconde no se preguntará dónde se encuentran las trampas ideológicas que convierten a la máquina en un monstruo, dónde se sitúan los límites y cómo han de ponerse a prueba sin producir miseria ni injusticia.  

jueves, 1 de septiembre de 2011

Mitos, almas y santos

Tiempo ha el alma era citada en en tratados filosóficos y en general, en la llamada filosofía natural. Pero hoy día, y obviando a las comunidades más fervorosas, la palabra alma hace que los engranajes del imaginario colectivo chirríen al encontrar incapaz de ubicar el lugar y el sentido de dicho término. Qué es y dónde está el alma son cuestiones que para el hombre de ciencia se antojan cosa de ciencia ficción mientras que para gran parte de los filósofos, un auténtico sinsentido. En una sociedad como la nuestra, modelada por más de un siglo de industrialización rampante, no parece haber lugar para lo sacro mas allá de los productos del trabajo y de la industria. Lo sagrado se va mudando del más allá a la realidad cotidiana. Este desplazamiento afecta también a los credos que hacen de la inmortalidad del alma uno de sus pilares fundamentales, pues en ellos mismos encontramos cómo el viejo pivote para el desarrollo y la expansión de la fe decae. El alma no preocupa a los siervos de de Dios como antaño porque ellos mismo son conscientes de cómo el mundo se ha ido desencantando cada vez más. Los tiempos modernos trajeron una especie de “limpieza mitológica”, en la que los elementos trascendentes iban desapareciendo. Sin embargo, otros elementos, aparentemente ajenos a los mitos, permanecieron por medio de una suerte de prestidigitación social.

Los humildes abogados del Señor hicieron un cambio de estrategia a mediados del siglo XX. Conscientes del desencantamiento del mundo, dejaron de poner el foco en la creación, en la existencia de un regente y un legislador de las cosas. Había que apelar a lo sagrado, pero sin tener un contacto con lo trascendente demasiado llamativo. Si lo sagrado es sagrado para la sociedad, se convertiría en intocable, porque la sociedad entera respondería ante una agresión a lo que ella misma ha sacralizado. De este modo, si el objetivo es el de vigilar que los individuos no se desvíen (controlar su conducta), el medio debe ser un juego de magia que consistirá en sacralizar la forma de vivir la moralidad que tiene el creyente. Él se asocia a una región de valores que son un don divino. No hay más vuelta de hoja, y eso ha de ser respetado, se nos dice. No pretendo decir que la esa región de valores y esa moral particular es superior o inferior, sino que la forma en que el creyente defiende su manera de vivir y la hace pública es inmune a toda crítica y además, tolerada por la sociedad y defendida por ella en tanto que sacralizada por todos. Se configura así un nuevo mito que parece invisible, el mito de los valores-sagrados-tolerados-irrefutables. Cuando un nobel como Vargas Llosa habla a este respecto y se expresa en términos como los que siguen, no sólo refuerza la tesis del surgimiento de este mito, sino que se crean otros que van más allá, como la del religioso-santo:

“(...) una sociedad democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos -empezando por la corrupción- si sus instituciones no están firmemente respaldadas por valores éticos, si una rica vida espiritual no florece en su seno como un antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y anárquicas que suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano se siente libre de toda responsabilidad.
Durante mucho tiempo se creyó que con el avance de los conocimientos y de la cultura democrática, la religión, esa forma elevada de superstición, se iría deshaciendo, y que la ciencia y la cultura la sustituirían con creces. Ahora sabemos que esa era otra superstición que la realidad ha ido haciendo trizas. Y sabemos, también, que aquella función que los librepensadores decimonónicos, con tanta generosidad como ingenuidad, atribuían a la cultura, esta es incapaz de cumplirla, sobre todo ahora. Porque, en nuestro tiempo, la cultura ha dejado de ser esa respuesta seria y profunda a las grandes preguntas del ser humano sobre la vida, la muerte, el destino, la historia, que intentó ser en el pasado, y se ha transformado, de un lado, en un divertimento ligero y sin consecuencias, y, en otro, en una cábala de especialistas incomprensibles y arrogantes, confinados en fortines de jerga y jerigonza y a años luz del común de los mortales”.

Vargas Llosa tiene motivos de sobra para acusar a los intelectuales de los que les acusa, pero va demasiado lejos en todo lo demás. Cuando se nos insinúa que el creyente es el elemento imprescindible para que la democracia no se desmorone se nos cuela el creyente-santo: Primero nos encontramos en una situación de tolerancia ciega ante la particular manera de relacionarse con la moral que apuntábamos. Adormecidos después de este juego de manos, podemos llegar a admitir sin reservas que las personas verdaderamente responsables (e incluso éticas parece insinuarse) son aquéllas personas inspiradas espiritualmente para al final, llegar al esperpento de admitir que ahora la cultura (solo) es una diversión de masas o un galimatías de viejos y repelentes especialistas. Si la ingenuidad de los intelectuales decimonónicos fue, según Vargas Llosa, la de crear el mito de que el avance de la cultura produciría la caída de la religión y la resolución de las preguntas fundamentales del hombre, la suya es darle completamente la vuelta a la tortilla, dando a luz otro vergonzoso e invisible mito.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Brillantes martillazos II: George Orwell

"La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresion a la cosmovisión y hábitos mentales propios de los devotos de Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento. Lo que se pretendía era que una vez la neolengua fuera adoptada de una vez por todas y olvidada la vieja lengua, cualquier pensamiento herético, es decir, un pensamiento divergente de los principios del Ingsoc, fuera literalmente impensable, o por lo menos en tanto que el pensamiento depende de las palabras. Su vocabulario estaba contruído de tal modo que diera la expresión exacta y a menudo de un modo muy sutil a cada significado que un miembro del Partido quisiera expresar, excluyendo todos los demás sentidos, así como la posibilidad de llegar a otros sentidos por métodos indirectos. Esto se conseguía inventado nuevas palabras y desvistiendo a las palabras restantes de cualquier significado secundario. Por ejemplo: la palabra libre existía en neolengua, pero sólo se podía utilizar en afirmaciones como <<este perro está libre de piojos>>, o "este prado está libre de malas hierbas". No se podía usar en su viejo sentido de <<políticamente libre>> o <<intelectualmente libre>>, ya que la libertad política e intelectual ya no existían como conceptos y por lo tanto necesariamente no tenían nombre. Aparte de la supresión de palabras definitivamente heréticas, la reducción del vocabulario por sí sola se consideraba como un objeto deseable, y no sobrevivía ninguna palabra de la que se pudiera prescindir. La finalidad de la neolengua no era la de aumentar, sino disminuir el area del pensamiento, objetivo que podía conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo indispensable".

George Orwell, Principios de neolengua, apéndice a 1984

miércoles, 17 de agosto de 2011

Tribus

La visión que tiene el hombre de hoy de los valores resulta a menudo ambivalente: Mientras en algunos casos los valores aparecen como impolutos y resistentes monolitos que, inquebrantables, resisten estoicamente el paso del tiempo y guían al hombre en la vida, en otros casos, encontramos una tibieza infantil e incluso una banalidad oportunista y cínica. Todo esto probablemente sea parte de la onda expansiva de la dura e incendiaria crítica que la puritana sociedad victoriana aguantó en sus últimos días. Otro elemento de esta crítica no son los propios valores de entonces, nacidos de la lenta destilación de productos platónicos y cristianos, sino la propia existencia de Dios y el vinculo de éste con aquéllos. Evidentemente, la falta de un Dios que sustente una forma de vida por medio de mandatos sagrados tiene también mucho que ver en la desfiguración de los valores y la dificultad para dilucidar su sentido. En la actualidad los valores carecen, muy afortunadamente, del aval divino para su subsistencia. Sin embargo, el precio a pagar es la abundancia de valores-pose, falsos valores y valores falsados que terminan estirándose cual chicles, llegando a estar en boca de personajes de lo más dispares. La integración y el multiculturalismo, nacidos en la política de finales del siglo XX adolecen de estos y otros problemas.
Preguntémonos seriamente qué queremos decir con integración. Si el emigrante compra en el mismo supermercado que nosotros, consume cine made in hollywood, sale los fines de semana a ahogar sus penas en alcohol, usa un smartphone y piensa lo mismo que cualquiera no hay que hablar de integración. En todo caso, a lo mejor de un acento horrible para toda la vida, pero nada más. Si ocurre que no viste igual, que piensa algunas cosas distintas (y supongamos que algunas razonablemente reprobables) y compra en sus propios mercados, claramente hablamos de un caso susceptible de integración. Además, en este caso el acento puede ser además de feo, delator.

La integración aparece en algunos casos como una manera tabú de decir asimilación, eliminación de lo otro. En este marco la integración, nacida como un subproducto de la tolerancia, deviene conflicto. ¿Por que? Sencillamente, porque en ciertos lugares la consigna en un primer momento es: “somos tolerantes, acérquense ustedes”, hasta que llega un momento en el que los valores se estiran y la consigna cambia a esta: “Os vamos a tolerar pero tenéis que integraros”. Si la tolerancia es la capacidad que tiene una sociedad para acoger en sus seno grupos de personas cuyas creencias son distintas o manifiestamente contrarias a las del lugar de acogida ¿tiene sentido hablar de tolerancia y de integración a la vez?
Es cierto que donde hay creencias contrarias suele haber conflicto y que el origen del conflicto es el choque de distintas concepciones del mundo. Recordemos la raíz del término tolerancia y pensemos que la convivencia de cristianos católicos romanos y cristianos protestantes en tiempos de guerras de religión fue el principal móvil para su alumbramiento. Entonces era necesario evitar la violencia y generar un clima de sana convivencia, por lo que se buscó que la tolerancia tuviera un hueco en el seno de las nuevas sociedades modernas. La tolerancia fue calando porque aunque hubiera discrepancias, el fondo de cristianos católicos y cristianos protestantes era el mismo. Así, resultaba fácil tolerar las diferencias. Hoy día el clima es mucho más complicado y diverso y el debate gira en torno a la pregunta de si nuestra tolerancia debe ser permisiva con determinadas conductas nacidas dentro de grupos (y en su mayor parte dentro de un cierto credo religioso), que pueden vulnerar derechos positivos reconocidos. Me inclino a pensar que es difícil pensar una integración sin conflicto y sin anulación cultural si hay importantes discrepancias. Pero en cualquier caso mi intención no es bucear por aquí (al menos ahora), sino lanzar alguna sombra en torno a cómo aumenta la presión en favor de una mayor integración contra determinados colectivos. Estas presiones las podemos ver cuando la canciller alemana se expresaba en Octubre de 2010 demandando a los inmigrantes un mayor esfuerzo por integrarse. La cuestión no es si la exigencia está o no justificada o si es necesaria una reformulación del multiculturalismo, porque lo que ocurre es que (otra vez) se pasa de largo del debate, ya que estas palabras son solo la antesala de algo más sórdido y oportunista en el contexto de las actuales vicisitudes económicas: “A principios de los 60 nuestro país convocaba a los trabajadores extranjeros para venir a trabajar a Alemania y ahora viven en nuestro país (...) Nos hemos engañado a nosotros mismos. Dijimos: 'No se van a quedar, en algún momento se irán'. Pero esto no es así”. Para Merkel no parece el momento de abrir un debate en la sociedad alemana, sino más bien el momento de un estiramiento de valores mientras exige con más ahínco una integración más activa en un momento en el que el 55% de la población alemana considera a los musulmanes una carga para la economía mientras que un 30% se considera “invadido”. El ejemplo es alemán porque las cartas parecen haber quedado al descubierto, pero apuesto a que el lector atento y desafortunado ya ha pensado en su país, en su barrio e incluso en su casa.

lunes, 8 de agosto de 2011

140

Lo sagrado en nuestro tiempo ha dejado las iglesias. Esta ha sido desplazada del mundo inmaterial de los cielos, los ángeles y los dones divinos, al universo tangible de los bienes materiales. Y aunque resulte cierto que aun exista una conexión entre lo sacro y una cierta región de valores, la tendencia es otra, en la cual es posible ver un culto creciente e ineludible a los frutos materiales. El desplazamiento, fruto en su mayor parte de los cambios a nivel ideológico que se fueron fraguando al hilo de la revolución francesa y que acabaron en el “desencantamiento del mundo” que señaló Max Weber, es para muchos, con independencia de su tendencia política o idiosincrasia, un cierto despertar que ata al hombre a la tierra y le aleja de felicitantes relatos de vidas futuras, para acercarlo a la vida presente, a la vida de las cosas. Pues bien, nos acabamos encontrado que esta doctrina se ha convertido ella misma en sagrada, y como tantas otras, lo que acaba haciendo es reforzar la envoltura y el tejido de nuestros productos culturales, dándoles la consistencia necesaria para perpetuarse. Parece se ha fraguado una fractura en el mundo de las ideas en la cual un concepto de origen mítico (y supuestamente irracional) como es el concepto de sagrado, abandona su medio natural y se asocia con el concepto de progreso, entendido como el mundo de la persecución de la felicidad por medio de un creciente progreso material. Estamos lejos de decir que dicha doctrina sea falsa sin más. Ahora bien, sin ser falsa no necesariamente debe constituir el summum bonum. Es más, el problema es posiblemente este: mientras alguna de nuestras creencias tenga ese carácter sacro, como puede ser la creencia ciega en Dios (o en el progreso, dicho sea incidentalmente), ella misma puede constituir nuestra propia cárcel. En la medida en que algo tiene el carácter de sacro, planea cerca el buitre que perseguirá todo lo que huela a herejía, todo lo que tenga un aire a “ lo otro”. Ese buitre no dejará ni los huesos de lo heterodoxo. Y ese buitre podemos ser todos.

Platón tuvo que lidiar con creencias sacras en su tiempo. Para ello, se valió de toda su fama e ingenio para realizar una suerte de protofeminismo en la androcéntrica y misógina sociedad griega. De no haber sido uno de los mejores retóricos de la historia y de no haber tenido la fama que tuvo, no me cabe duda que de las doctrinas de Platón al respecto no hubieran sobrevivido. Creo encontrarme en una situación parecida al referirme a internet y a sus productos, con el serio handicap de no tener ni una milmillonésima parte tanto de su fama como de su elegancia al escribir.

Los cambios sociopolíticos y materiales propiciaron un giro radical en la vida de las gentes y en sus formas de pensar, que explican el cambio en la forma de pensar lo sagrado. Lo sagrado se separó de las iglesias y vino a reforzar las nuevas doctrinas del cambio. En el siglo XXI, nada resultó tan revolucionario como la difusión a escala global de la tecnología que hace posible internet. Las virtudes de la red de redes son conocidas por todos. Los cambios que ella provoca se dejan notar, pero muchos (sobretodo que resultan incómodos) resultan complicados de ver. En esto su carácter sacro juega (no por casualidad) un importante papel. Que nadie me confunda prematuramente con un cínico: considero que en este caso el carácter sacro no llega caído del cielo, sino que es fruto de las ventajas que aporta. Ahora bien, como se ha dicho, lo sacro puede devenir en una trampa en la medida en que invalida toda crítica.

La violación de la intimidad es un tema oído hasta el hartazgo, y ese es uno de los cambios incómodos más visibles que trae Internet. Aun así, resulta paradójico cómo encontramos por un lado, el celo en la cuestión de la privacidad, mientras que por otro podría decirse que abrimos la veda en determinados momentos, llenos de fuertes tendencias gregarias. Me veo obligado a decir eso de: Domingo misa y lunes putas. Pero no es esta la clase de contradicción o incomodidad que persigo aquí. Al principio, Internet apareció como una herramienta para la comunicación y la información. Los libros de texto están plagados de simplezas de este tipo. Ahora bien, La pregunta que nadie parece hacerse en los libros es ¿qué tipo de comunicación? Asomarse por primera vez a Internet parece un cuento de hadas (y en cierta medida, afortunadamente a veces sigue siéndolo). La cantidad de información a la que es posible acceder no figuraba ni en los mejores sueños de los más optimistas intelectuales del pasado. Sin embargo, lo que ahora parece ser visto sólo por unos pocos intelectuales del presente se refiere a cómo la información sufre una tendencia doble que puede resultar antinómica. En primer lugar, la información se fragmenta y encapsula hasta el infinito. Prácticamente todo se puede encontrar, pero casi todo se reduce a flashes. El discurso (si es posible llamarlo así) hay que buscarlo con paciencia, porque el otro drama junto al de la ultrafragmentación es el del exceso. La cantidad de información es tal que parece uno encontrarse en un escaparate a rebosar en el que no es capaz de decidirse por nada. Y por si fuera poco, el escaparate no solo está a rebosar, sino que nada, absolutamente nada permanece ahí el suficiente tiempo como para convertirlo en aprovechable. La mutabilidad, la saturación y el flasheo son tales que la información deviene confusión. Al mismo tiempo, Internet ha hecho posible una democratización radical de la comunicación y la información. Todos pueden decir y todos dicen, sin ningún tipo de criterio ni mérito que medie. Se da una libertad de expresión “al por mayor” que, unida a la fragmentación, convierte la unidad básica de transmisión de información en unas pocas líneas o palabras, que terminan por convertir el discurso en un arcaico vestigio del pasado. El paso a unidades de comunicación cada vez más parcas es una realidad y da buena cuenta de lo que Internet puede esconder. Esto puede verse en el paso a mejor vida del software de conversación en tiempo real, dejando sitio a una nueva manera de “conversar” que termina por colmar la red de banalidades y acicalados recíprocos. En este ambiente, los términos “discurso”, “relación interpersonal” y “amigo” están sufriendo desagradables agravios.

Llegados a este punto, no nos preguntaremos qué hace cada uno con internet, sino qué hace internet con cada uno.



lunes, 1 de agosto de 2011

Brillantes consideraciones I: Platón

"Habiendo observado esta virtud del anillo, quiso asegurarse con repetidas experiencias, y vio siempre que se hacía invisible cuando ponía la piedra por el lado interior, y visible cuando la colocaba por la parte de fuera. Seguro de su descubrimiento, se hizo incluir entre los pastores que habían de ir a dar cuenta al rey. Llega a palacio, corrompe a la reina, y con su auxilio se deshace del rey y se apodera del trono. Ahora bien; si existiesen dos anillos de esta especie, y se diesen uno a un hombre de bien y otro a uno malo, no se encontraría carácter bastante firme para perseverar en la justicia y para abstenerse de tocar los bienes ajenos, cuando impunemente podría arrancar de la plaza pública todo lo que quisiera, entrar en las casas, abusar de toda clase de personas, matar a unos, libertar de las cadenas a otro, y hacer todo lo que quisiera con un poder igual a los dioses. No haría más que seguir con este ejemplo del hombre malo; ambos tenderían al mismo fin, y nada probaría mejor que ninguno es justo por voluntad, sino por necesidad, y que serlo no es un bien en sí, puesto que el hombre se hace injusto tan pronto como cree poderlo ser sin temor. Y así, los partidarios de la injusticia concluirán de aquí, que todo hombre cree en el fondo de su alma, y con razón, que es más ventajosa la injusticia; de suerte que, si alguno, habiendo recibido un poder semejante, no quisiese hacer daño a nadie, ni tocara los bienes de otro, se le miraría como al más desgraciado y el más insensato de todos los hombres. Sin embargo, todos harían en público elogio de su virtud, pero con intención de engañarse mutuamente y por el temor de experimentar ellos mismos injusticias".

Platón, Libro II de La República, S.IV a.C.