Dentro de no mucho, llegará el momento
de votar. El electorado no consumido por el desánimo y el descrédito
de instituciones y clase política (con razón o sin ella),
acudirá a las urnas a legar la autoridad que le brindan las actuales
formas de control del poder a las administraciones. Estas serán las responsables de tomar las
decisiones que incumben a todos.
Las frustraciones, miedos e
inseguridades han sido siempre uno de los instrumentos más populares
entre los alquimistas del poder para hacerse con las riendas y
aplicar su receta de futuro. Tanto es así, que en algunos momentos
no les ha temblado la mano para sembrar la corrosiva simiente del
miedo y ofrecerse al mismo tiempo como la cura. Y nuestro contexto no
es una excepción, sino una confirmación de proporciones bíblicas.
Ya asistimos meses atrás al campo de pruebas. Entonces, el terror
colectivo al empobrecimiento, a la inmigración, a la disolución de
la identidad (nacional o nacionales, de género, de raza, de
orientación sexual...etc), o la pérdida de prestaciones sociales
convirtieron a la masa electoral en trigo trillado, incluso mediando
un naciente “movimiento” que auguraba cambios.
La inercia nos arrastra hacia una
historia que parece escrita, incluso mucho tiempo atrás. Y no me
estoy refiriendo a la futura victoria del Partido Popular en España,
porque de haber sido otro el escenario y de haber otros
protagonistas, el juicio seria bastante parecido. La clase política
ha jugado sus cartas gastadas al tiempo que el conjunto de la
sociedad, convertida en electorado, ha sido movilizada en torno a las
reglas de juego sin demasiado margen de maniobra, lo que parece
empezar a incomodar. La recurrente opción de “ataque a la
totalidad” yerra completamente el blanco. En esta cuestión, Tony
Judt se expresa a las mil maravillas cuando afirma que “quienes
afirman que el fallo es del <<sistema>>
o quienes ven misteriosas maniobras detrás de cada revés político
tienen poco que enseñarnos”. En muchos casos el discurso
incendiario no es más que la expresión del desánimo (justificado,
sin duda), tristemente transformada en una visión de conjunto en la
que el sujeto y su causa ocupan (¡oh, casualidad!) el lugar central.
En suma, una suerte de “mapeado cognitivo” algo narcisista que
por revolucionario se presupone inequívoco. Posiblemente y sólo en
parte, en la medida en que esos bienintencionados vientos de cambio
del mes me mayo se acercaban a estas formas, es posible explicar
cómo ha resultado que el electorado siga siendo trillado
apaciblemente por la clase política y que no haya habido gran
calado. Lo que parece más visible es que la incomodidad mencionada
se hace más fuerte después de comprobar que no existe margen de
maniobra porque no existe maniobra más allá de la actual oferta
política. De momento y hasta nuevo aviso, cualquier supuesta “nueva
oferta” no hace más que anotaciones al margen, que en muchos casos
no vienen sino a generar contradicción.
Toda la oferta política suele andar
pivotando en torno a unos ejes que encauzan todo discurso (si es que
lo hay).Cada vez que la cara y el carisma (de nuevo, si es que lo
hay) del partido se dispone a leer el discurso que los publicistas
del equipo han preparado para él, hay tres puntos de apoyo que no se
le escapan a nadie. El primero, siempre se articula en torno al
estado-nación, la forma del estado que impera en medio mundo a pesar
de todo contratiempo y crítica. A este respecto, resulta interesante
reparar que mientras el mundo global asiste a corrosión de dicha
fórmula (debido a las críticas, en parte por la dificultad que
atraviesa para redefinir su soberanía y para ser inclusivo con otras
nacionalidades y culturas a la vez que sigue haciendo hincapié en la
nación), identidades nacionales de todo signo, hacen acopio de toda
su maquinaria retórica para reclamar su inclusión en el selecto
grupo de estados-nación. No importa lo revolucionarios y
vanguardistas que sean los discursos. Su estado-nación no será un
producto del pasado, ni tendrá los problemas que adolecen al resto.
Nada nuevo bajo el sol. Otro de los pivotes viene a ser el dogma del
crecimiento. Tiempo atrás podía tener sentido movilizar a la
sociedad en torno a un proyecto de mejora y progreso gracias a un
crecimiento de la productividad sin límites. Había (y hay) mucho
que ganar en lo social. Sin embargo, con el tiempo han aparecido dos
cucarachas. La primera es cultural: El crecimiento se ha desprovisto
de contenido moral y ha abandonado las metas comunes, centrándose en el individuo, lo que ha transformado al crecimiento
en la compra sin sentido y ha transmutado al ciudadano en consumidor. Cada vez que un político se llena la boca relacionando
crecimiento y “estímulos al consumo” refuerza esta tesis. La
segunda de las cucarachas toca lo ecológico y lo ético: El
crecimiento es imposible a este ritmo sin acabar destruyendo nuestro
mundo. No son posibles las actuales cotas de explotación de los recursos
naturales sin producir un colapso que será más grave si aquéllos residuos que tienen difícil salida no dejan de multiplicarse como ahora lo hacen.
Curiosamente para muchos, “dar salida” a residuos no tiene que ver con el
reciclaje ni con la reutilización, sino más con mandar contenedores
de “material humanitario” llenos de ordenadores inservibles o
medicamentos caducados, lo que hace que el ritmo actual no solo no
sea sostenible, sino poco ético. Al final, no hay contradicción más
evidente que el descubrimiento de una tendencia manifiesta a la
autodestrucción.
En un momento como este, la aparición
de proclamas y eslóganes cada vez más parcos y con menos contenido
sugiere un tipo movilización del electorado que raya lo orwelliano.
Por esto cabe preguntar si la política no se ha convertido en el
último bastión conquistado por la mercadotecnia, si no se han
convertido los programas políticos en productos que se presentan
para aplacar nuestros miedos y frustraciones. El cuestionamiento de
dogmas y la pregunta coherente sobre lo que queremos en relación con
el legado, la comunidad y el respeto es una necesidad, ya que los
productos de la política actual, tal cual se exponen, son claramente
defectuosos o peor, meros mitos.
En primer lugar, siento haber tardado tanto en leer.
ResponderEliminarMás adecuado leerlo ahora (más cerca) que antes (el día de su publicación) o me lo parece a mi. Me gusta bastante lo que dice, esta bien escrito, pese a los paréntesis demasiado largos que hacen perder el hilo de lo que se decía antes y estoy bastante de acuerdo con todo lo dicho.
Pongamos moral en nuestro voto y sobretodo, pongamos un voto nuestro, no uno aleatorio o temeroso o con un eslogan bonito o desprovisto de conocimiento...me parece que puede ser el momento.
Pues sí. Hace ya unos años que los poquitos intelectuales que quedan llaman la atención sobre el hecho de la ausencia de contenido moral en los proyectos. Supongo que se debe a un liberalismo hiperbólico que intenta hacer de la asepsia moral una atalaya segura para todos. Lo producido por esta concepción es un fortísimo individualismo que se ha olvidado del otro y de los proyectos comunes. Para cuando nos hemos dado cuenta, no sabemos ni por donde empezar, y da la sensación de que es peor el remedio que la enfermedad. Pero eso es solo desconcierto, nada más. Por eso, aun a riesgo de que esto parezca una caja de grillos, apuesto contigo a que se haga un voto moral, a un voto lleno de miedo (supuestamente "sensato").
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