viernes, 30 de diciembre de 2011

Las reglas de juego

El tiempo y la vida de los hombres en la historia bien pueden parecerse a una baraja. Las cartas y los juegos que de ellas se derivan son, cuanto más viejos, más sencillos de dominar y sus dinámicas más inteligibles. Las cartas están boca arriba y son más visibles cuanto más vieja es la baraja, cuando sus procesos y sus juegos han sido largamente observados y estudiados. Nuevos estudios enriquecen este proceso de revisión y a su vez, estos pueden ayudar a darle la vuelta a las cartas del presente. Con dificultad, algunas cartas de la “baraja de la actualidad” pueden quedar boca arriba. Otras, se resisten y quedan siempre envueltas en el misterio, lo que hace del juego del presente más vertiginoso e impredecible. Pero esa es la naturaleza de la baraja del presente. Cualquiera que busque relatos fuera de la propia dinámica de la baraja, fuera de sus combinaciones y posibilidades, busca un consuelo o una suerte de mapa mental que, si bien le va a proporcionar el calor y la seguridad que busca, difícilmente le de una imagen fidedigna de ella. Otra forma de exploración de la baraja, que consiste en pensar el “juego de los juegos”, el estudio y la teoría de todos los movimientos y posibilidades de la baraja en el presente, pasado y futuro no es sino el intento de reducir en todo espacio y tiempo todas las barajas y todos los juegos a uno solo. Y eso choca con una intuición básica: los hombres no siempre han jugado a lo mismo, ni han tenido siempre las mismas barajas. Hay que estudiar los juegos, las barajas, las cartas y sus figuras tanto en sus tiempos como en sus espacios respectivos. No existe “el juego de los juegos”, como no existe “la teoría de las teorías”. Esto se hace patente hoy más que nunca, cuando tenemos una serie nueva de cartas a la vista, que cada cual puede escoger e intercambiar según unas inéditas reglas de juego.

Tiempo atrás, en las sociedades occidentales, las cartas referidas a la moralidad se repartían al nacer. El crupier de uno era ni más ni menos que su familia y su ambiente cercano. Las cartas, una vez repartidas, quedaban en manos de cada cual. Era libre de jugar con ellas como buenamente pudiera. Podía ensañarlas incluso, pero rara vez se producía un cambio radical en la mano de uno. Podemos decir que los individuos vivían más atados a su ambiente moral, de modo que la ruptura con el mismo resultaba difícil, casi impensable. Las cosas hoy han quedado dispuestas de otra manera. Hay crupier al nacer, pero las cartas ahora están a la vista de todos y la oferta es gigante. Las trabas para un cambio radical de mano han disminuido notablemente. En principio, estos son los beneficios de nuestras actuales sociedades plurales, y nos regocijamos con el hecho de que las gentes puedan tener a su disposición el espacio y las condiciones para el cambio, ahora que el crupier ha perdido buena parte de su influencia. Sin embargo, hay algunos aspectos que chirrían: Las creencias morales son nombradas en términos de oferta (y también de demanda. Pregunten a un político profesional y a más de un filósofo profesional). Uno puede servirse de lo que quiera en el banquete moral y cambiar cuando no le satisface.

Al igual que ocurre con el lenguaje de la informática y las tecnologías de la información, el lenguaje de la mercadotecnia (que no es en absoluto neutro y desinteresado), ha colonizado nuestra forma de pensar la moralidad. Como resultado, no hay demasiado premio a la fidelidad como ocurría en otros tiempos. Las cartas que uno puede jugar en el juego moral pueden cambiar. A priori, no hay problema en ello. Es un ejercicio de libertad. Sin embargo, lo chirriante es que hoy día, los retos morales y la congoja que pueden producir se confunden con insatisfacción crónica que convive con el sujeto consumista. Esta insatisfacción, entendida como la obsesión por acallar la angustia por medio de la adquisición y la compra, llama a la puerta de todos en su vertiente moral. El sujeto (ignoro por qué), entiende el dilema, el conflicto moral y los problemas éticos como una insatisfacción producto de una falta de adaptación. Sus cartas no son las adecuadas. Debe ir rápidamente al mercado moral a encontrar unas que se adapten mejor a sus necesidades. En este sentido, la congoja que siente el sujeto ante los retos éticos se acalla cuando cambia la mano. La insatisfacción entonces se apaga (aunque en muchos casos sospecho que solo momentáneamente). Por todo esto, el cambio tiene hoy mucho de modas, gustos o culpas pasajeras. El panorama que se deriva de todo esto nos deja dos situaciones-problema. Primero: en los conflictos éticos, la congoja ante los retos morales que sufrimos en vida cotidiana dentro nuestra sociedad de la información se convierte en la insatisfacción consumista que lleva al cambio por el cambio, tal y como ocurriría en un cambio de armario. Segundo: el cambio se produce para adaptarse a un medio que corre tan rápido que  puede escapar a nuestra capacidad de reflexión.

En el cambio de las cartas y su “buen” uso nos queda al final el premio, que tiene la forma de palmaditas en la espalda, expulsión de la culpa o el tan preciado éxito. Así,  la reflexión ética (al menos entendida tradicionalmente) parece haberse esfumado del campo de visión de la pregunta sobre la moralidad. Visto el estado de esta parte de la baraja, parece pertinente preguntar si esta es una sociedad postmoral.  

jueves, 22 de diciembre de 2011

Rostro de mujer, cuerpo de león y alas de ave

Cuenta la mitología clásica que circundando la vieja ciudad de Tebas, una criatura acechaba a los caminantes para formularles acertijos. Las terribles preguntas planteadas eran, literalmente, una cuestión de vida o muerte, pues el pobre caminante que no supiera responder, era devorado sin piedad por la esfinge. En cierta medida la encrucijada de la esfinge, en la que uno se jugaba la vida, da buena cuenta de de nuestra fijación por las respuestas. Así, la resolución de enigmas acompaña nuestra cultura desde su génesis. Parecemos perseguidos por un fantasma que nos empuja hacia la salida del laberinto. La historia de esta esfinge tiene un fin dentro de la mitología cuando la criatura, tras encontrar el joven Edipo solución a su acertijo, acaba perdiendo la razón y en consecuencia, buscando la muerte arrojándose por un precipicio. La figura de la esfinge, la reina de los acertijos y las preguntas, cae derrotada por el astuto hombre, que encuentra la manera de “deshacer el lío”. De esta manera, la esfinge encuentra su final por falta de sentido, pues ya no importa si, como cuentan otras versiones, simplemente se marcha al ver resuelto su acertijo, sino porque su razón de ser ha sido del todo extinguida. Su lugar en el mundo es estar fuera de él. El ser humano como “respondedor” hace entonces aparición. Nuestra cultura, eminentemente especulativa, ha seguido la estela de Edipo hasta nuestra actual “cultura de la respuesta”, en la que la esfinge, tal cual aparece en el mito, ya no lo encontramos por ninguna parte. El cambio fundamental es que ya no hay temor a que la propia pregunta “se nos coma”.

Hoy, con la muerte de la esfinge como telón de fondo, encontramos que el hombre entrenado para responder ha sido criado a base de un decrépito academicismo en el que la exigencia de respuestas ya no vienen de la esfinge que plantea líos y enigmas en los que al hombre le va la vida, sino de un mundo que exige de nosotros la linealidad de una calculadora y la rectitud de una enciclopedia. Día a día, estamos obligados a responder porque estamos obligados a actuar en un mundo muy distinto de la vieja Tebas, en el que uno ya no es una hormiga en un hormiguero, sino más bien un grano de arena en el desierto. La esfinge aquí ya no tiene sentido por dos motivos: no hay que preguntar, hay que hacer y, todas las preguntas, si no tienen respuestas, las tendrán. Es cuestión de tiempo y de expertos. Ahora bien, el hecho de que no haya esfinge no significa que no haya temor. La “cultura de la respuesta” es enormemente coactiva. Si uno no aprende bien pronto todos los datos y no responde adecuadamente, el desplazamiento es instantáneo y se hace (obviamente) sin preguntas. En este caso no nos come la esfinge, nos come el propio entorno. Si, como hemos dicho, las respuestas no están a nuestro alcance, reina el supuesto de que las preguntas tendrán solución. Los líos de la esfinge ya no caben por ninguna parte porque a diferencia de las cuestiones planteadas en las tragedias griegas, los hombres siempre tienen a mano la calculadora para “medir” las opciones en juego. Lo siniestro en todo esto es que dentro de esta lógica las tensiones intraculturales que subyacen a multitud de problemas terminan desactivadas al plantearse como burdas disyuntivas: ¿Desea usted lavarse los dientes con Signal o Colgate? ¿Desea usted un piso o un dúplex? ¿Cuánto de bueno es esto o aquéllo? ¿Está usted a favor de una invasión a Irán o descafeinado? ¿Derechos humanos o de pollo?. Nunca hay, por consiguiente, nada que falle en la manera de plantear las cosas. Solo hay que calcular y responder para decidir.

Esta “cultura de la respuesta” mediatiza fuertemente al sujeto. El sujeto actúa con mucha frecuencia como si su respuesta fuera significativa a la hora de resolver las disyuntivas que tiene enfrente. Y es cierto, en sentido estricto significado tienen (sin duda, la respuesta está ajustada a la pregunta): si las respuestas se conviertieran en cursos de acción más de uno acaba comiéndose una hamburguesa de pollo con café descafeinado o acabar con un balazo en la cabeza. La cuestión estriba en que el sujeto está fuertemente coartado para responder, no para devolver la pregunta (En los exámenes, ¿qué se puntúa, las respuestas o las preguntas? ¿Cuántas matrículas ha sacado usted haciendo preguntas en un examen?). La esfinge tenía sentido cuando las gentes iban a ver representaciones en las que los hombres entendían que las situaciones que tenían delante podían superar sus propias categorías legales, morales e incluso culturales. Los hombres de las tragedias de Sófocles sabían que debajo las dos opciones latía algo serio. Sin duda, las gentes se iban de allí sabiendo que posiblemente elegirían una de las opciones, pero sabían de sobra que algo chirriaba en todo aquéllo, que de alguna manera todo aquéllo les superaba. Sin esfinge, no hay enigmas ni tensiones. El hombre de hoy ha tomado distancia de todo esto y como mucho, siente ignorancia cuando no conoce las respuestas. Unos escogerán Colgate, otros descafeinado y otros sentirán vergüenza y se encogerán de hombros esperando reprimenda. Serán pocos los que oigan dentro de si los ecos desde Tebas y con el precipicio a la espalda se transmuten en esfinges.  

domingo, 18 de diciembre de 2011

Brillantes martillazos IV: Sigmund Freud

"Diríase que es un cuento de hadas esta realización de todos o casi todos sus deseos fabulosos, lograda por el hombre con su ciencia y su técnica, en esta tierra que lo vio aparecer por ver primera como débil animal y a la que cada nuevo individuo vuelve a ingresar -oh lenta naturaleza- como lactante inerme. Todos estos bienes el hombre puede considerarlos como conquistas de la cultura. Desde hace mucho tiempo se había forjado un ideal de omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses, atribuyéndoles cuanto parecía inaccesible a sus deseos o le estaba vedado, de modo que bien podemos considerar a estos dioses como ideales de la cultura. Ahora que se encuentra muy cerca de alcanzar ese ideal, casi ha llegado a convertirse, él mismo, en un dios, aunque por cierto sólo en la medida en que el común juicio humano estima factible un idea: nunca por completo; en unas cosas, para nada; en otras, solo a medias. El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos, pero éstos no crecen de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores. Por otra parte, tiene derecho a consolarse con la reflexión de que este desarrollo no se detendrá precisamente en el año de gracia de 1930. Tiempos futuros traerán nuevos y quizá inconcebibles progresos en este terreno de la cultura, exaltando aún más la deificación del hombre. Pero no olvidemos, en interés de nuestro estudio, que tampoco el hombre de hoy se siente feliz en su semejanza con Dios.

martes, 13 de diciembre de 2011

4:3, 16:9

Parece que no hay mucho mundo más allá de las ventanas que forman la televisión e internet. Son lo más parecido a un mundo a medida. Cuando algo no quiere ser visto, se cambia de canal o se cierra la ventana. No solo es posible apartar la vista “al por mayor”, sino que se puede ir más allá, pues si queremos creer en lo que queremos creer, encontraremos un mundo hecho nuestra imagen y semejanza. Conspiranoicos, liberales radicales, anarquistas, frikis de todo género, marxistas-leninistas, coprófagos, amas de casa y en definitiva, cualquiera (por ejemplo usted y yo, lector) pueden encontrar (o crear ellos mismos) su propio guetto mental. Nadie entra allí y se siente cómodo sin la “marca”, el signo de pertenencia. Todo son ventajas: uno puede hacer y deshacer amigos con un solo click. Y además, a la carta: amigos para intercambiar palabras relacionadas con el cine, otros para intercambiar palabras relacionadas con la música, otros para desahogarse de vez en cuando y otros con los que no hace falta ni hablar, solo intercambiar enlaces. Conectarse por conectarse, donde la propia conexión es el fin, no el medio, parece la norma. No estar conectado es la nueva forma de exclusión social.

A medida que en nuestro mundo se multiplica la presencia de pantallas (en los escaparates, en cada habitación de la casa, en las aulas, mientras se pasea, en una reunión de amigos, durante la cena de empresa...), crecen las conexiones mediadas por ellas, a la vez que crece una nueva forma de aislamiento, basada en la influencia que las pantallas y las conexiones ejercen en la forma en que se relacionan las personas. Cada vez con más frecuencia, la imagen que se tiene de los vecinos al cruzar las puertas de nuestras casas es que esas gentes son cohabitantes, nada más. Las gentes a nuestro alrededor tienen un estatus meramente accidental. Unas veces nos sirven. A veces incluso molestan. Esto se produce en un contexto en el que las relaciones entre las personas se encuentran fuertemente influenciadas por las formas de conectarse en el cibermundo. No me cabe duda que a mayor influencia de estas formas de intercambio interpersonal en la red, se produce un mayor desgaste del intercambio relacional face to face. Sin ir más lejos, las gentes casi confunden una con la otra con el mero hecho de transformar las ventajas de una en la falta de sentido de la otra. Las formas de habla cálidas donde el contacto con el otro produce un vinculo más allá de la mera “conexión por la conexión” se desgastan en la medida en que el mundo del bis a bis se ve colonizado por las formas de habla mediadas por pantallas, cables, redes y bits. Estas últimas, formas de habla frías que generan distancia. Esta es la paradoja del aislamiento mediante pantallas: a mayor cantidad de pantallas, mayores conexiones, pero también mayor frialdad.

En nuestros castillos hechos a base de conexiones y cambios de canal encontramos la calidez a través de formas de acicalamiento social que retroalimentan estos reinos en la red. Sin embargo, además de la frialdad que se genera en el contacto mediado por la red, se produce una creciente desconfianza a lo ajeno al castillo. Cuando se echa el pestillo del castillo, se hace por desconfianza, por temor a la contaminación del espacio, por temor al otro y a la ruptura de la armonía que este puede traer. Recuerdo que Hobbes nos recordaba la necesidad de protegernos los unos de los otros poniendo a prueba nuestra endeble confianza en los semejantes al preguntar si las gentes echan o no el pestillo cuando se van de las casa. Hoy parece que el pestillo se ha replegado. En las casas, hijos y padres ya no encuentran su reino. Los vecinos ya no son los potenciales peligros contra los que tenemos que echar el pestillo. Hoy día, el reino se ha reducido a la propia habitación de los jóvenes o al despacho de trabajo, donde echamos el cerrojo y realizamos la retirada a nuestro propio universo, libre de agresiones. Mientras, crece la desconfianza, la paranoia y el frío se hace más intenso.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Síndrome de Estocolmo

“El pueblo ha hablado”, se dice estos días. No hay duda de ello, pero a pesar de todo, me veo obligado a seguir pensando en los mismos términos en los que me expresaba en entradas anteriores (Aquí dejo el enlace a dicha entrada, a una semana de las elecciones: http://misayputas.blogspot.com/2011/11/el-voto-consciente-o-como-se-convierte.html). Entonces no hablé de pueblo, pues el pueblo, pensaba yo, debía tener una cierta consciencia de qué era lo que estaba haciendo. El efecto alientante y adormecedor que convierte al elector en algo muy parecido a un zombi hambriento me parecía una manera sugerente de plantear el estado de cosas general en lo referente a la cuestión de la ciudadanía en nuestras actuales sociedades democráticas. Seguiré por este camino, puesto que la sensación ahora es exactamente la misma, pero bajo la luz del nuevo espacio “postelectoral”.

El deseo del pueblo ha sido encajado en las urnas y, a través de nuestra particular receta institucional se pretende llevar a la práctica. Veremos exactamente cómo. Muchos han hablando sobre lo que nos deparan los próximos meses e incluso años. Se han hecho pronósticos aterradores, no se si para explicar y preparar, o para asustar y paralizar. Sea como sea, esto lo dejaremos para más adelante. Por ahora, lo que sí es seguro es que en sentido estricto, no habrá oposición. No la habrá porque la izquierda tanto en España como en Europa se encuentra en una especie de pesadilla de la que tendrá que salir verdaderamente transformada para sobrevivir. Los discursos tendrán que ser revisados al margen de debacles electorales. Sin embargo, mucho me temo que esto será imposible. Su modificación será solo una maniobra electoral más sin mucho fondo. La caza del voto será, posiblemente, el nudo corredizo que ate, cada vez más fuertemente, los discursos y la propaganda. De hecho, aunque se diera el fantasioso supuesto de que la oposición tuviera algún discurso interesante y verdaderamente alentador, este no dejaría de ser más que un susurro al lado de los gritos y gemidos de la gente asustada frente al negro panorama. En esa lógica de electoralismo y propaganda, el ciudadano se disuelve y al final resulta que el miedo y la inseguridad solo sirven para mover y convertir, en el peor sentido del término, al elector. Una vez hecho esto y terminada la campaña, creo que el miedo (sembrado astutamente por los aspirantes) ya no importa al los dueños del poder. Y mucho me temo que ahora, en este espacio “postelectoral”, los gritos de auxilio desaparecerán del espectro audible de la hegemonía resultante de las urnas, porque estarán ocupados en ese “actuar”, en esas medidas misteriosas. Y se actuará sin mucho margen para supervisar o replantear las cosas, ya que lo que nos trajo la noche electoral es una mayoría absoluta en un contexto tremendamente delicado.

Es posible que a cambio de una futurible recuperación económica, hayamos entregado como fianza a la democracia misma. Y no tenemos ni idea de cómo nos será devuelta. La afirmación es dura y a más de uno le puede resultar falta de tino, pero atengámonos a una serie de hechos para dilucidar cuál su sentido. Primero, centrémonos en nuestras propias circunstancias: hasta dentro de cuatro años, el gobierno tendrá carta blanca para “actuar”, sin importar si cuenta con el beneplácito o no de los demás grupos parlamentarios. Habrá una línea a seguir y no será necesario ningún género de consenso. Es cierto, estás circunstancias están contempladas en las reglas de juego, pero estas no dejan de ser un toro difícil, y es posible que como indicaba Miguel Ángel Rodríguez (ex portavoz del gobierno de Aznar) en el programa de Jordi Évole: "si [a Mariano Rajoy] no se le ven maneras, en Junio va a tener tener la calle ardiendo". A pesar de lo certeras de las declaraciones, lo que realmente me interesa no es cómo se se las va a ver el nuevo gobierno cuando tenga que aplicar medidas, cuando tenga que "actuar", sino el contexto en el que se produce el cambio del 20 de Noviembre. Para ello, desplacémonos un poco: Italia ha tenido que recurrir a un gobierno elegido prácticamente a dedo que todo el mundo califica de “tecnocrático”. Este gobierno será, sin lugar a dudas, una máquina de “actuar”. Grecia quería pensarse mejor las restricciones que imponía Europa para su rescate con un referéndum. Después de anunciar la intención de convocar dicho referéndum, el gobierno no duró ni un corte de pelo. Es cierto que el gravísimo problema requiere una toma de medidas. No es este el espacio en el que discutiremos sobre la dirección que deben tomar las mismas. Tampoco voy a discutir la bondad o maldad de las que están ya en marcha. La cuestión de interés a mi juicio está bajo todo esto, y tiene que ver con la influencia que ejerce este contexto sobre nuestra conciencia y cómo se trasmite esto a nuestras instituciones.

Volvamos entonces al momento en el que decía que nuestra democracia había sido entregada como fianza. Ahora, creo que puedo ir más allá. Yo diría que en cierto modo se encuentra secuestrada. La sospecha que me lleva a expresarme en estos términos es el hecho de que la mayoría absoluta se produce en un momento en el que el partido triunfante se presenta como el partido obediente a la dinámica que se impone en este momento de la crisis. Los no obedientes han caído. Atrás han quedado esos tiempos (2008) en los que los líderes mundiales hablaron de una “refundación del capitalismo” que muchos vituperámos y vimos con buenos ojos. Entonces el "actuar" iba en otra dirección.  La realidad ahora es bien distinta, pues sufrimos un auténtico síndrome de estocolmo. Y es que al menos en cierta medida, la alienación de la que hablaba Marx tiene cierta vigencia. Hemos visto en la forma en que surgen los nuevos gobiernos en Europa y en el resultado electoral en España la muestra de cómo las expectativas y temores de las gentes llegan a solaparse con las aspiraciones y miedos del gran Goliat del mercado en crisis. De este modo es posible dar cuenta del cambio de rumbo ahora que vemos a las gentes mirando con buenos ojos el nuevo rumbo de ese misterioso “actuar” que se adviene. Veremos pues qué es ese “actuar”, cuánto dura el secuestro, cuánto dura la crisis y en qué estado nos es devuelto el rehén y nuestra conciencia.