miércoles, 28 de marzo de 2012

El Cajón III: Orson Scott Card

-¿Por qué luchamos contra los insectores?
-He oído toda clase de razones-dijo Graff-. Porque tienen un sistema superpoblado y tienen que colonizar. Porque no soportan la idea de que haya otra vida inteligente en el universo. Porque no creen que seamos una vida inteligente. Porque tienen alguna religión diabólica. Porque vieron nuestro antiguos programas de vídeo y decidieron que éramos irremisiblemente violentos. Todo tipo de razones.
-¿Qué cree usted?
-Lo que yo crea no importa.
-De todos modos, quiero saberlo.
-Deben hablar entre sí directamente, Ender, de mente a mente. Lo que uno piensa, otro lo piensa también. ¿Por qué habrían de desarrollar una lengua? ¿Por qué habrían de aprender a leer y escribir? ¿Cómo podrían saber qué son la escritura y la lectura si las vieran? ¿O señales? ¿ O números? ¿O lo que utilizamos para comunicarnos? Este no es simplemente un problema de traducción de una lengua a otra. No entienden absolutamente ninguna lengua. Utilizamos todos los medios que se nos ocurrieron para comunicarnos con ellos, pero ni siquiera tienen la maquinaria que les permita saber que emitimos señales. Y puede que hayan intentado pensar con nosotros, y no entienden por qué no les respondemos.
-De modo que la guerra se debe a que no podemos comunicarnos los unos con los otros.
-Si tu compañero no puede explicarte sus razones, nunca estarás seguro de que no intenta matarte.

El juego de Ender, de Orson Scott Card, 1985

lunes, 26 de marzo de 2012

Una de zombis

Fotograma de la serie Walking Dead

A veces uno tiene uno de esos días raros: en torno a el luce el sol, pero algo le hace mantenerse tenso, en actitud expectante, como si en cualquier momento algo extraño y fuera de lo normal fuera a ocurrir. Hueles a podrido y a veces alguien a tu alrededor también dice oler algo, pero rara vez coincidís en la fuente. Se llega a tener la sensación de estar viendo una de esas pelis de zombis de serie B, justo en el momento en el que las gentes, ignorantes de la infección que les viene encima, realizan sus actividades cotidianas. Cosas como llenar el depósito, comprar un paquete de arroz, pasear al chucho, ver un partido de fútbol o leer un diario de tirada nacional está envuelto en un halo extraño, que conecta esa actividad con la exasperación y el caos del contagio.

Igual es que la incertidumbre en la que vivimos me ha vuelto algo paranoico, pero no dejo de sentir un cierto pánico que parece arrastrar al ciudadano a asentir ante medidas extremas de racionalización del gasto y lo que es peor, ante la vuelta de planteamientos que creíamos muertos y sin futuro. Por esto no puedo dejar de pensar en la zombifiación social, en el manido tema del “ciudadano zombi”. Domina un ambiente como el que he descrito más arriba: las gentes no saben del todo de dónde sale la amenaza, pero se imaginan que en algún momento alguien dará el primer despiadado y brutal bocado: detrás de cada esquina, en un rincón oscuro, debajo de la cama, en el trabajo, en el cine, “¡cuidado, es negro!”...

Contra esta situación extraña resurgen por doquier viejos blindajes ideológicos en los que es posible colocar todo en su lugar y señalar al enemigo. Surgen, desde la administración hasta el hogar, pasando por internet, nuevas formas de violencia social dirigidas a parar y a controlar al enemigo. Es en esta situación cuando podemos decir que el ciudadano es ya un infectado. El contagio se ha producido en el momento en el que está absolutamente convencido de que debe protegerse contra algo sin hacer preguntas. Sin llegar del todo a saberlo uno está ya “zombificado” cuando las supuestas medidas preventivas para evitar la infección se convierten en una praxis maquinal e irreflexiva. Entonces, los discursos demagógicos y absurdos son aceptados y repetidos, surgen toda clase de recelos, decaen la solidaridad y la empatía, el tribalismo enciende sus hogueras para quemar a herejes y a extraños, prolifera el odio fraternal y al final, se incendia tanto el discurso que se odia tanto lo que se odia que se olvida cuánto se ama lo que se ama.

¿Y todo este cuento por qué? Creo que para entender el porqué basta con echar un vistazo al día a día y poner sobre la mesa el auge de los partidos de extrema derecha, la fuerza de grupos ultra, cada vez más conscientes del potencial de su retórica en la multitud desconcertada, una (por ahora) velada pero rampante xenofobia, la brecha entre los más ricos y los más pobres, los aplausos hacia nuevas alianzas de poder entre potencias de escasa credibilidad  y dudosas intenciones, los conflictos sin nombre ni lugar por los recursos naturales, una juventud en desbandada y muy desencantada... ¿hace falta seguir?

viernes, 9 de marzo de 2012

Siempre de la mano. No te sueltes mujer.

La presión social no obedece al capricho de sociólogos que buscan cómo ganarse el pan. Tampoco es un fenómeno exclusivo de las sociedades modernas, sino que la presión social es atemporal. Emile Durkheim entendió el hecho social, materia de trabajo del sociólogo, incluyendo en el un componente coercitivo intrínseco, pues todo hecho social se resumía en “formas de pensar y sentir, exteriores al individuo [que] están dotados de un poder de coacción en virtud del cual se le imponen”. La clave para entender esto es la fuerte resistencia del entorno que habría si quisiera oponerme a una particular manera de pensar o sentir, en cualquiera de sus manifestaciones. Para ver esto, supongamos que no hay ningún tipo de tensión y me encuentro completamente cómodo las reglas impuestas. Si en esta situación de comodidad puedo imaginarme una resistencia por parte del medio al intentar contrariar esas "formas de pensar y sentir" y salirme de ellas, podemos entender en toda su amplitud cómo todo hecho social tiene ese elemento coercitivo aparejado. Todo hecho social es pues coacción. De este modo,  encontramos coacción (explícita e implícita) en toda comunidad humana. La repetición parecerá insistente y pedante, pero creo necesario recordar estas consideraciones, ahora que en política les ha dado por jugar con argumentos que apelan a la coacción social para ejercer una “protección” que huele a tutela y a crucifijo.

La presión social, la coacción, ¿es siempre unidireccional? La respuesta de cualquiera que lo piense dos veces podría ser: “depende”. Las múltiples fuerzas externas que confluyen en el individuo se comportan según el tipo de ambiente. En definitiva, según qué sociedad. Por poner ejemplos sobre esto, veamos las cosas en lugares como Irán. La ley prohíbe a las mujeres salir del país sin la autorización su marido, al igual que para trabajar;  la shayla es obligatoria, a menos que deseen enfrentarse al más cruel de los vacíos; la vida de la mujer vale, según la ley, la mitad de la de un hombre; los homosexuales son condenados a muerte, igual que los adúlteros; la libertad de prensa y de expresión es un chiste... etc. La coacción social es, sin riesgo de pillarnos los dedos, extrema. Para mitigar eso en las sociedades occidentales, se ha intentado mantener una concepción liberal de la organización política y social como telón de fondo, sea cual sea el signo político dominante. Con esto se persigue que sea cual sea la opción imperante, haya siempre un cauce abierto para ejercer un contrariar las ideas más populares. Y si bien es cierto que una idea nueva discordante pueda ser totalmente absurda e infructuosa en un primer momento, nadie puede estar seguro de que dicha idea pueda convertirse en el germen de una verdadera alternativa. Y aunque la coacción social suela ser fundamentalmente unidireccional, la idea que subyace a todo esto es que a mayor apertura de posibilidades, esta coacción pueda ser menor y conducirse hacia un escenario en el que la presencia de muchas ideas puedan transformar una situación de presión unidireccional en otra más abierta. Precisamente en virtud de esto existe el debate público. Así, teniendo nuestra pretendida sociedad democrática como base, entendemos que es el individuo, al que presuponemos completamente autónomo y dueño de si mismo, el que, consciente (o no) de cuáles son los condicionantes y elementos coercitivos que le influyen, decida qué hacer. Y si bien es cierto que este escenario de libertad en nada cambia el hecho social como coacción pero al mismo tiempo se admite que transformando el hecho social los hombres puedan mejorar su vida, se aspira a que sea más fácil intentar abrir brecha en toda coacción.

Ahora resulta que hay que proteger a las desvalidas y desamparadas mujeres que desean ser madres de una presión social que las empuja a abortar. Cualquier inocente alma de cántaro que escuche las palabras del ministro, sobretodo en su apelación a una “violencia estructural”, pensará que vivimos en un entorno repleto de proabortistas sedientos de sangre de bebés de 8 meses. Aquí lo que encontramos es una forma muy perniciosa y sesgada de entender la libertad y la presión social, porque lo cierto es que si somos cabales, si hemos entendido bien de qué va esto de la libertad en las sociedades democráticas, dudo mucho que en este caso la “violencia estructural” sea tal que las niñas de 15 años que realmente deseen tener un bebé decidan interrumpir su embarazo. Puestos a hablar de violencia estructural, me gustaría haber oído hablar al ministro de empobrecimiento, de gasto social y sanidad en mitad de la sangría de gasto que se fragua y que parece que no termina. Porque con mucho, este sí que es un buen motivo para la interrupción del embarazo. Porque si hablamos de coacción, el estado de la cuenta corriente es, con mucho, un elemento decisivo para decantar la balanza en favor de una interrupción del embarazo, por muy extendida y fuerte que sea la simpatía por la interrupción bien meditada del embarazo. Pero esto no acaba aquí. Volviendo al discurso y sin dejar de hablar de presión social, llega un momento en que el ridículo se hace ministro cuando, con la que está cayendo (recordamos que el periodo de lactancia en la reforma laboral sufre un buen revés, como tantas otras cosas referentes a la conciliación entre maternidad y trabajo), se habla de miedo a perder el trabajo en todo este asunto en torno a la "violencia estructural" contra la mujer y el aborto.

A partir de ese “derecho a la maternidad”, uno no puede sino reafirmar la sospecha de que el discurso marcadamente liberal del que suele hacer gala el Partido Popular se haya trufado del más rancio y pasado tutelaje moral cristiano. Y eso, atendiendo al origen y desarrollo de la doctrina liberal, ya no es liberalismo.

Finalmente, atengámonos al caso de que un hombre reclamara derecho a la maternidad. Nos resultaría de risa, pero ¿no nos resultaría también de carcajada por parte de una mujer fértil? Alguien podría pensar que la crítica y la carcajada es completamente gratuita y carente de sentido, pero lo cierto es que nadie impide a una mujer ser madre, puesto que ni hay leyes antimaternidad ni están en la agenda de ningún partido político. En todo caso, hay leyes muy estrictas para que toda aquella mujer que no desee ser madre, pueda elegir no serlo. Dicho esto, no me resulta extraño el recelo y el temor que despierta la idea del "derecho" junto a la de "maternidad". Y no creo que se trate de un temor infundado, puesto que parece advenirse que la maternidad, más que ser objeto de protección por parte del derecho (y menos con la de tijeras que caen), acabe siendo objeto de obligación.