martes, 4 de junio de 2013

¡Fanático!

Los niños también participan en la guerra, Horst Faas, 1961

No todas las mentes son idénticas. Descartes dijo aquéllo de que la razón es lo mejor repartido del mundo, pero añadió que la metafísica, el ámbito de las preguntas filosóficas últimas, no era precisamente locus amoeus. Muy posiblemente, Descartes advertía del angustioso laberinto que puede suponer el buceo en determinadas aguas, suponiendo distintas fortalezas mentales e incapacidad en algunos sujetos a causa de esto.  Se puede estar más o menos de acuerdo con la advertencia cartesiana, pero me inclino a pensar que puede tener consecuencias bastante contraproducentes para con el espíritu de la filosofía. Y no me refiero a la metafísica en particular, sino en general al filosofar como interés por encontrar los pliegues donde se nos esconde la pieza que se nos escapa para comprender. Porque ya que la filosofía no es el saber con mayúsculas ni tampoco la fábrica de la verdad, al menos puede ser el lugar donde descubrir qué se ignora y por qué se ignora. Y hay preguntas que sin ser metafísicas tienen más ultimidad a causa de su inmediatez, lo cual constituye motivo suficiente para no dejar que se nos escondan entre los pliegues de nuestros intereses y temores.

Me suelo preguntar ¿Qué es ser un fanático? Lo habitual dentro de este universo discursivo es ir al topos de la religión. Son clásicos las imágenes del fanático agitando el libro sagrado en una mano y una AK-47 en la otra, las sosegadas y venenosas palabras que se suelen sisear desde muchos púlpitos o los inocentes carros de los Amish. Se suele entender que el fanático es un sujeto dispuesto a todo que cree que sus creencias y acciones están refrendadas por una entidad supraterrenal o lógica universal. Desde una óptica estrictamente epistemológica, el fanático se descubre a partir de una serie de rasgos:

1. Realismo metafísico que,
2. Es refrendado por un sólido fundamentalismo epistémico que,
2.1 Suele usar esquemas causales lineales que evitan la complejidad que,
3. Tienen en la base una serie de creencias irrenunciables que se presentan como racionales o autoevidentes.

Lo habitual es dar por supuesto que la creencia en Dios (o alguna clase de ente sobrenatural, mísico o ideal) junto a una actitud inquisitiva marcan la diferencia entre una persona corriente y un fanático. Sin embargo, me inclino a pensar que independientemente de la validez y valor de la creencia religiosa, el asunto verdaderamente importante aquí es la llamada actitud inquisitiva, ya que la base de la mentada actitud, común a cualquier ultra, tiene en su base un dogmatismo intransigente que importa poco si tiene la etiqueta racional o divina. Y da lo mismo porque resulta que racional, tras unos cuantos siglos de dialécticas de todo género, logos multicolores y razones universales de variopinta naturaleza, racionales son muy poquitas cosas. Podemos afinar los argumentos (y de hecho, debemos) con el fin de cumplir un cierto criterio de racionalidad y esquivar así la ignorancia y la arbitrariedad, pero cruzamos una línea muy peligrosa cuando el criterio de racionalidad es dogmático y se inserta en esquemas epistemológicos como los que hemos descrito. Dentro de ese esquema da lo mismo si hay cháchara divina o no si las creencias no admiten ni una fisura. Si no hay ninguna concesión al escepticismo estamos delante de un sacerdote, sin más. Por eso, aunque las primeras preocupaciones que suelen surgir cuando nos preguntamos si somos o no fanáticos tienen que ver con la moral y la verdad, el evitar convertirnos en sacerdotes es, a entender del que escribe, anterior a esto. Esta pregunta, formulada seriamente, sería un paso que tiene que ver primeramente con la salud, debido a la ultimidad y delicadeza de la pregunta, que afecta profundamente a nuestra manera de ver las cosas y de dar respuesta a los interrogantes que la razón, como capacidad de duda, nos concede a todos por igual. Por eso, hay preguntas que están tan pegadas a nosotros que son algo más que metafísicas; son preguntas terapéuticas.