La imagen del espectador quebrado por sudores fríos ante la televisión parece haber desaparecido del imaginario colectivo. Los informativos ya no nos impactan como antes, no rompen la armonía en la mesa o provocan falta de apetito. A la vez que olvidamos que el silencio puede resultar la respuesta más elocuente al horror (porque a veces la barbarie no necesita exégesis), nos encontramos con que el silencio ha pasado de moda. Y es que más a menudo de lo que querríamos, nuestras propias palabras roban al silencio reflexivo el espacio que merece.
En general, el poderoso influjo de la industria de la información (desde el fabricante de ordenadores hasta las grandes sociedades anónimas de los medios comunicación masivos) no sólo ha cambiado al espectador, sino que ha cambiado la forma de vivir, la forma de relacionarnos. Entre otros factores, la PIBización de la vida contribuye a que el sentido de pregunta por “el valor de las cosas” se haya desplazado hacia la pregunta por el valor de utilidad en bruto, lo que provoca que en la esencia de la pregunta sobre “el valor de las cosas”, se obvie uno de los sentidos primordiales del término “valor”. Desactivada de esta manera la pregunta sobre el valor de las cosas en sentido moral (y obviamente, terminando a su vez con pregunta por el valor de los valores), se oscurece la posibilidad de preguntar cómo afectan esas cosas que valoramos a nuestra manera de vivir. A la vez que la utilidad de aparatos, mejoras de software, nuevas revistas o periódicos se instala en nuestras vidas, la atención en torno a esa utilidad se fija deliberadamente en la apertura de posibilidades que sin duda la multiplicidad de productos permiten, dejando de lado en este proceso los elementos oscuros y contradictorios que conlleva. La transformación de nuestras vidas corre paralela al desarrollo de estas tecnologías de una manera que cuesta imaginar mientras el foco siga situándose sólo en ese marco de utilidad, de posibilidades abiertas.
En el anuncio de un automóvil ¿alguien ha visto roturas de motor, aire irrespirable, manchas de grasa, atascos interminables o personas sin un duro para poder pagar la gasolina? Esto no es habitual porque son los elementos que conscientemente se esconden en favor de la obvia utilidad del automóvil. Lo que solemos ver en esos anuncios son carreteras verdes y amplias en las que no molesta ningún coche y todos se dejan adelantar mansamente. El juego que mencionábamos opera aquí cuando se introduce la utilidad por un lado, mientras que por otro se esconden ciertos elementos indeseables. En este proceso el objetivo es doble: Convencer y reafirmar. En el concepto “costes medioambientales” nos encontramos con la vuelta de tuerca a esta lógica. Al descubrir los desastres medioambientales producidos por la actividad industrial, a alguien se le ocurrió la genial idea de integrar los efectos no deseados en el calculo de utilidad para matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, se consigue eliminar la sensación de que algo huele mal. Por otro, se elimina un fuerte sentimiento de culpa. Y así, todo puede seguir igual, con la felicitante sensación de que este es el buen camino.
Sin embargo, y a pesar de que los informativos ya no nos hielan la sangre, a veces uno se encuentra con un regusto extraño que hace le intuir que algo no anda bien. Esto lo podemos ver en la cada vez más grande desproporción entre lo que podemos saber como espectadores y lo que realmente podemos hacer. Nuestras sociedades contemporáneas ponen al alcance de la mano informaciones de todo género. La utilidad de esto es innegable, pero el efecto en nosotros resulta más difícil de ver. Resulta posible recoger y traer el sufrimiento desde los rincones más recónditos del mundo hasta nuestros hogares. Sin embargo, toda esta información, convertida en datos, provoca indiferencia o lo que es peor, puede acabar en insensibilización o dispersión de responsabilidad. ¿Realmente estamos preparados moralmente para “estar informados” en en mundo de la aldea global, disponemos del lenguaje moral y de las herramientas para estar en este mundo?. Disponemos de televisión, pero no de teleacción, dice Zygmunt Bauman. Posiblemente es muy optimista, porque en caso de haberla ¿cree que estaría usted a la altura con una teleacción entre las manos?
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