Tiempo ha el alma era citada en en tratados filosóficos y en general, en la llamada filosofía natural. Pero hoy día, y obviando a las comunidades más fervorosas, la palabra alma hace que los engranajes del imaginario colectivo chirríen al encontrar incapaz de ubicar el lugar y el sentido de dicho término. Qué es y dónde está el alma son cuestiones que para el hombre de ciencia se antojan cosa de ciencia ficción mientras que para gran parte de los filósofos, un auténtico sinsentido. En una sociedad como la nuestra, modelada por más de un siglo de industrialización rampante, no parece haber lugar para lo sacro mas allá de los productos del trabajo y de la industria. Lo sagrado se va mudando del más allá a la realidad cotidiana. Este desplazamiento afecta también a los credos que hacen de la inmortalidad del alma uno de sus pilares fundamentales, pues en ellos mismos encontramos cómo el viejo pivote para el desarrollo y la expansión de la fe decae. El alma no preocupa a los siervos de de Dios como antaño porque ellos mismo son conscientes de cómo el mundo se ha ido desencantando cada vez más. Los tiempos modernos trajeron una especie de “limpieza mitológica”, en la que los elementos trascendentes iban desapareciendo. Sin embargo, otros elementos, aparentemente ajenos a los mitos, permanecieron por medio de una suerte de prestidigitación social.
Los humildes abogados del Señor hicieron un cambio de estrategia a mediados del siglo XX. Conscientes del desencantamiento del mundo, dejaron de poner el foco en la creación, en la existencia de un regente y un legislador de las cosas. Había que apelar a lo sagrado, pero sin tener un contacto con lo trascendente demasiado llamativo. Si lo sagrado es sagrado para la sociedad, se convertiría en intocable, porque la sociedad entera respondería ante una agresión a lo que ella misma ha sacralizado. De este modo, si el objetivo es el de vigilar que los individuos no se desvíen (controlar su conducta), el medio debe ser un juego de magia que consistirá en sacralizar la forma de vivir la moralidad que tiene el creyente. Él se asocia a una región de valores que son un don divino. No hay más vuelta de hoja, y eso ha de ser respetado, se nos dice. No pretendo decir que la esa región de valores y esa moral particular es superior o inferior, sino que la forma en que el creyente defiende su manera de vivir y la hace pública es inmune a toda crítica y además, tolerada por la sociedad y defendida por ella en tanto que sacralizada por todos. Se configura así un nuevo mito que parece invisible, el mito de los valores-sagrados-tolerados-irrefutables. Cuando un nobel como Vargas Llosa habla a este respecto y se expresa en términos como los que siguen, no sólo refuerza la tesis del surgimiento de este mito, sino que se crean otros que van más allá, como la del religioso-santo:
“(...) una sociedad democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos -empezando por la corrupción- si sus instituciones no están firmemente respaldadas por valores éticos, si una rica vida espiritual no florece en su seno como un antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y anárquicas que suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano se siente libre de toda responsabilidad.
Durante mucho tiempo se creyó que con el avance de los conocimientos y de la cultura democrática, la religión, esa forma elevada de superstición, se iría deshaciendo, y que la ciencia y la cultura la sustituirían con creces. Ahora sabemos que esa era otra superstición que la realidad ha ido haciendo trizas. Y sabemos, también, que aquella función que los librepensadores decimonónicos, con tanta generosidad como ingenuidad, atribuían a la cultura, esta es incapaz de cumplirla, sobre todo ahora. Porque, en nuestro tiempo, la cultura ha dejado de ser esa respuesta seria y profunda a las grandes preguntas del ser humano sobre la vida, la muerte, el destino, la historia, que intentó ser en el pasado, y se ha transformado, de un lado, en un divertimento ligero y sin consecuencias, y, en otro, en una cábala de especialistas incomprensibles y arrogantes, confinados en fortines de jerga y jerigonza y a años luz del común de los mortales”.
Vargas Llosa tiene motivos de sobra para acusar a los intelectuales de los que les acusa, pero va demasiado lejos en todo lo demás. Cuando se nos insinúa que el creyente es el elemento imprescindible para que la democracia no se desmorone se nos cuela el creyente-santo: Primero nos encontramos en una situación de tolerancia ciega ante la particular manera de relacionarse con la moral que apuntábamos. Adormecidos después de este juego de manos, podemos llegar a admitir sin reservas que las personas verdaderamente responsables (e incluso éticas parece insinuarse) son aquéllas personas inspiradas espiritualmente para al final, llegar al esperpento de admitir que ahora la cultura (solo) es una diversión de masas o un galimatías de viejos y repelentes especialistas. Si la ingenuidad de los intelectuales decimonónicos fue, según Vargas Llosa, la de crear el mito de que el avance de la cultura produciría la caída de la religión y la resolución de las preguntas fundamentales del hombre, la suya es darle completamente la vuelta a la tortilla, dando a luz otro vergonzoso e invisible mito.
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