viernes, 15 de junio de 2012

El poder y la angustia


La naturaleza del poder es siempre esquiva, difícil de atrapar. Se suele decir que el poder emana del pueblo y que debe gestionarse “desde arriba” para hacer felices “a los de abajo”. Desafortunadamente para exaltados y simpatizantes de estos, las cosas distan mucho de poder ajustarse a esquemas de este tipo. La realidad de la gestión del poder, al menos desde un punto de vista teórico, dista mucho de poder ajustarse al sugerente discurso que ahora está en boca de todos. A pesar de que el poder se concentra en unos lugares de la sociedad más que en otros, el poder se ejerce en múltiples direcciones y tiende a extenderse y a atrapar de manera más parecida a una trama o red que a un esquema unidireccional. Dentro de la red, solemos admitir que se hace poderosos quienes que controlan con éxito. A priori, parece que la clave de dicho éxito se basa en que el control ejercido sea satisfactorio:. Esto es, que los de abajo estén contentos con los de arriba. Obviamente, este no es un tiempo en el que esta fórmula funcione, y no lo hace en dos sentidos. Primero, porque las coordenadas socioeconómicas lo hacen imposible y segundo, porque la ecuación es excesivamente simple.

En cada calle, en cada comercio, en cada escuela, empresa o parque se respira una angustia que crece día a día. Se siente cómo la soga se estrecha en torno al cuello con una vivacidad que costaba imaginar tiempo atrás. La indiferencia con que se miraba por la tele los acontecimientos de la plaza Sintagma se ha transformado en una incipiente fraternidad en la vergüenza, la frustración y el miedo. Un miedo que toma la forma del fuste y el yugo. El fuste se levanta contra las gentes en forma de endurecimiento de penas por desobediencia y otro género de leyes creadas ad hoc en vista de conflictividad social y ensayos de cargas policiales a pequeña escala, como vimos en Valencia el pasado mes de Febrero. El yugo es el miedo alienante que transforma los intereses macroeconómicos en los intereses de las gentes de a pie, que aceptan con resignación y terror la amputación de condiciones de vida ganadas con el fruto del trabajo de generaciones. Por si fuera poco, la tolerancia, la empatía y la capacidad de juicio también están en serios apuros. España está viendo desaparecer una generación entera de jóvenes que marchan al extranjero en igualdad de condiciones que aquéllos dignísimos inmigrantes que vinieron y ayudaron a levantar el país y que hoy se marchan sin que se les haya dado ni las gracias. Es en estas circunstancias en las que se va a privar a los pocos que no pueden ni marcharse de una atención médica decente, contribuyendo con ello a sembrar en la sociedad recelo y resentimiento en un tiempo en el que la fraternidad puede resultar nuestro único consuelo. La puntilla en toda esta maraña de desesperación  pueden representarla las palabras de Pujalte en la entrevista concedida a Salvados varios meses atrás. Cuando al final de la entrevista Jordi Ébole insinúa que la transparencia de los partidos deja mucho que desear y que puede resultar razonable que la gente no se sienta representada y  que se encuentre a disgusto con el sistema político, la respuesta de Pujalte hiela la sangre a la vez que cruje el sentido común: "Entiendo que hay medios de comunicación que están jugando en una senda muy peligrosa, que es llevar el país a pensar que la democracia es peor que un sistema donde no haya democracia". Todo un ataque al mejor medio de perfeccionamiento que tiene el ser humano: el juicio crítico. En suma, tenemos una realidad muy poco aciaga, muy complicada para la gente frente a la que los poderosos fallan. Con todo, hay algo latiendo que provoca una dosis mayor de ineficacia e incertidumbre.

Los problemas que se sufren tienen un calado que parece despistar a los dueños del poder por un lado y desconcertar a una sociedad que mezcla el hartazgo, la indignación y el miedo a partes iguales. Tengo la sospecha de que las personas que se hayan en los lugares de mayor concentración de poder de nuestro país dejan bastante que desear y son, con mucho, una generación de españoles bastante menos competente que las remesas de profesionales que llevan haciendo las maletas desde bastante antes de la crisis. Las estructuras de los partidos y de la organización política y las formas en que el corporativismo se hace con instituciones públicas y privadas ayudan a que la situación actual cueste de manejar y pueden, al menos en parte, explicar porqué los dueños del poder no hacen nada. Sin embargo, el cortocircuito en el poder va más allá de la incapacidad de la clase política y de la gangrena que mata de inmovilismo a muchas instituciones. La pregunta no es sólo porqué no se hace nada, sino el porqué, qué es lo que cuesta. Muchos tenemos la mosca detrás de la oreja y dirigimos la mirada a las dificultades que tiene el poder de mantenerse fuerte a la par que legitimado en una época en la que los cambios amenazan la estabilidad. Hemos dicho que el poder es control, pero también estabilidad. Para que el ejercicio del poder sea justo se hace necesaria la existencia de instituciones duraderas y estables para que el susodicho ejercicio del poder pueda darse en el tiempo. Por eso la afirmación que reduce el poder en una relación unidireccional arriba-abajo es simple. El poder necesita afianzarse para ser viable, porque de lo contrario devendría un caos con resultados complicados de predecir. Estas ideas, de fuerte influjo moderno, son las que parecen encontrarse en el corazón de nuestra concepción del poder, y tanto si nos gustan las estructuras que lo gestionan y estamos enamoradas de ellas como si queremos destruirlas para crear unas radicalmente distintas, solemos conservar estas intuiciones, que acaban  colándose en el seno de nuestros estatutos, constituciones, leyes, normas...etc., de modo que podemos decir que el poder tiende al autorrefuerzo. Hannah Arendt no lo pudo expresar mejor: "el revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución". Estas intuiciones generan una tensión casi tan fuerte como la soga de las actuales vicisitudes económicas: la relación entre los sistemas ultra-burocratizados, que persiguen la estabilidad por un lado, frente a un tiempo en el que internet, las rupturas de valores, la fragmentación y la alienación del sujeto demandan a las estructuras de poder unos cambios que podríamos decirles que les pillan "a contrapié", por otro. De este modo nos encontramos que al tiempo que se suceden importantes cambios en medio social producto de la sociedad de la información y de la globalización, la dificultad y la enormidad de los problemas del momento debilita la legitimidad y la fuerza de los gobiernos, que no ven una opción a corto plazo que no sea blindarse y levantar el mentado fuste e intentar poner el yugo. La clave para entender estas tensiones estriba en que la globalización ha hecho emerger problemas globales a los que los gobiernos particulares no son capaces de hacer frente en solitario, lo que termina produciendo desgaste, parálisis y deslegitimación.

A menudo pienso que las cosas estarían mejor si fueran tan fáciles como en los cuentos o como en los metarrelatos modernos. Ojalá todo fuera arriba y abajo, nosotros y ellos, izquierdas y derechas, buenos y malos... Más bien lo que ocurre es que tenemos un " nosotros" y "ellos", "izquierdas" y "derechas", "buenos" y "malos". Pero, pensándolo mejor, posiblemente esto sea lo que haga todo esto algo acojonante a la par que estimulante.

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