Goya, Capricho 43, 1799 |
A medida que se profundiza
en el estudio de la filosofía y los sistemas de pensamiento, la
imagen de la filosofía como “paso del mito al logos” se
difumina: tanto la idea de que el logos estaba desaparecido hasta la
llegada de la filosofía como la idea de que el mito nos ha
abandonado con la llegada de la misma son simplificaciones, frases de
manual que escorzan la historia de las ideas para acomodarla a
nuestra particular manera de entender este momento de la filosofía.
Podríamos decir que esto se debe a que nos resulta más fácil
entender la historia a base de rupturas radicales (como si al
romperse el dique de las nuevas condiciones culturales, salieran las
nuevas ideas y condiciones de vida en torrente arrasando con todo de
la noche a la mañana), pero la razón más fuerte en este sentido es
que que la emergencia del logos es entendida como un hito-ruptura con
el pensamiento místico, simbólico, animista y tribal. En
definitiva, el “paso del mito al logos” es visto como un momento
de distanciamiento para con la irracionalidad, una historia narrada
cual epopeya en estudios, libros de texto, clases y seminarios. Pero a poco que uno meta las narices en el ajo y bucee un poco,
encuentra el asunto notablemente más complejo. El mito en absoluto
nos ha dejado porque el mito está fuertemente unido a nuestra
tendencia a entender la realidad mediante historias, ya sea para acercarnos a lo sagrado, lo intocable o lo atemporal. El mismo
Platón gustaba de usar mitos para hacerse entender, y bien es sabido
que la “participación” de los seres con las ideas propia de su
teoría de las formas no deja de ser una suerte de metáfora, un modo
de focalizar la atención en una figuración de la imaginación que
intuye una realidad a la que es imposible desnudar más por
medios racionales. Con todo, buena parte de la historia de la
filosofía o, al menos, algunos momentos de ella, pueden leerse como
un intento de desligar los elementos más afines a la fábula y al
mito de la razón.
El capricho 43 (1799) de
Goya es una buena manera de ilustrar el camino que esta epopeya
racional, que comienza con la irrupción del término filosofía (en
sustitución de sofía) continua en la modernidad al desplegar
sus alas con renovada fuerza. “El
sueño de de la razón produce monstruos”, reza una
inscripción en el lateral del escritorio del que podríamos llamar,
nuestro sujeto racional dormido. Con la sugerente frase que aparece
en el grabado, Goya recoge el testigo de una tradición que
arranca en aquel “paso del mito al logos”. La razón,
representada por el hombre dormido sobre el escritorio, deja que la
oscuridad se haga dueña de las cosas y que toda clase de monstruos
procedentes del más allá de la irracionalidad, la fábula y el
absurdo lógico se cuelen en nuestro mundo para hacerlo suyo. Esta
estampa, plagada de monstruos y deformes de miradas turbadoras que
encarnan toda clase de supersticiones, imposturas y crímenes en
nombre de la religión, exalta una razón que lejos de la vigilia es
capaz de desterrar las fábulas que son capaces de encerrar a los
hombres en creencias erróneas y absurdas. El iluminismo ilustrado se
cuela en el lenguaje sugerente, misterioso y turbador de Goya. Lo cierto es que el
grueso de las ideas de los ilustrados franceses y alemanes (él mismo
tuvo fue llamado afrancesado por ser uno de los más notables
hijos de la modernidad en España) se cuelan con razón en esta serie de
grabados, dominados por una crítica (más o menos) velada hacia los
excesos de la clase dominante de su tiempo, las imposturas de el
clero (y en particular, de la inquisición) y la estulticie del las
clases humildes. Y curiosamente, es a través de las miradas de los
monstruos que revolotean en torno a un durmiente indefenso, en el
lenguaje de lo turbador y lo ignominioso de lo irracional, en una
historia de terror, en una
fábula, el medio en que se reclama la presencia de la razón
para traer al hombre su libertad e independencia. Y es que la
historia es el medio en el que damos forma a nuestras ideas. El
hombre está ligado al acto de crear y contar historias porque este
es el método más habitual para entender y hacerse entender. Por este motivo hablamos constantemente de la epopeya de la
razón como la forma en que el hombre se explica y a la vez exalta el
proceso de racionalización del mundo desde su emergencia en la
antigüedad hasta nuestros días.
Si volvemos en este punto
a Platón y a sus mitos y dejamos de lado el radical corte entre la
razón y la imaginación, entre la sistematización holista y el mito, la idea de la participación puede resultar ese
punto ciego en el que la racionalidad se agota y necesita imágenes y
fábulas para continuar. Es cierto que la teoría de Platón, si es
algo, es un ejercicio racional de explicar el mundo y no una fábula (a menos que seamos correligionarios de Nietzsche, pero
por ahí no tiraremos). Lo importante aquí es que hay una cierta
continuidad entre lo mítico y lo lógico, y eso es algo que se
repite en la historia de las ideas, pues no hay autor en la historia de la filosofía dentro del
cual no se pueda encontrar alguna fábula o contacto con lo
simbólico, la metáfora y lo mítico. No es posible desconectar la
razón de lo fabuloso porque ambas cosas nos pertenecen y se imbrican, puesto que tenemos que contar (y re-contar) historias para entender el mundo. Y la historia de la razón es una historia más.
Llegados a este punto,
sugiero darle la vuelta a la frase que aparece en el capricho 43, ¿y
si una razón hipertrofiada produjera monstruos? ¿Y si una sociedad
racionalizada hasta el hartazgo fuera ella sola monstruosa? Para Max
Weber, la sola introducción de racionalidad en el mundo no alejó
los fantasmas y monstruos del grabado de Goya, sino que los atrajo. Max Weber habló de la racionalización (y
sobretodo, de sus grandes hijas, la ciencia y la burocracia) como “la
jaula de hierro”. Los procesos de racionalización introducían
seguridad y control, pero al mismo tiempo, inhumanidad. En este
sentido teorizaron en la Escuela de Frankfurt desde los
años 20', abriendo pozos de investigación que llegan hasta nuestros días. Estos intelectuales, inspirados por Max Webber vieron con sus ojos los horrores de la guerra, y entendieron que la
epopeya racional no se había librado de los fantasmas de las
fábulas, sino que ella misma, al menos como había sido legada por
la tradición, era una fábula, un mito. La razón podía ser per
se tan irracional como un mito, venían a decir. Lo cierto es que el universo
mítico está relacionado con lo sagrado, con aquéllo que merece la
atención, la reverencia y el respeto de los hombres. No importa si
es una fuerza natural, una razón todopoderosa ultraterrena, un
postulado científico o antropológico, porque en la medida en que algo merezca la
consideración de sagrado, los hombres idearán una historia o un
relato que legitime ese estado de sacralidad. Entonces lo sagrado
devendrá mito, formará parte de un relato legitimador (mitificador)
que lo acercará al más allá de lo intocable. Para muchos de estos
pensadores, la razón no se escapa a esto: El iluminismo del s. XVIII
culminó un proceso según el cual la razón devino mito al ser
exaltada e hipertrofiada. La razón se expandió hasta la explosión,
puesto que la sola idea de introducir racionalidad en la sociedad y
en las conciencias de las gentes no terminaron de hacer realidad la
paz perpetua. De hecho, las cosas fueron al revés si nos fijamos en
las fechas y nos ponemos en la piel de cualquiera de estos
pensadores.
No sabría decir con
certeza desde qué momento esa racionalidad que pretendía la
emancipación a través del control perdió su rumbo para ser
hiperracionalidad. Es posible que en la actualidad su transformación este ligada a la tendencia globalizadora y a la omnipresencia de internet. Lo cierto es que los procesos de racionalización de
nuestros días se han convertido no ya en algo mitificado o trufado
de mito (y por ende de fábula), sino en algo ya idéntico al mito.
En principio, estos procesos son tan sacros que sus productos son
analizados bajo estándares paridos por la propia racionalización,
lo cual resulta una especie de antinomia, un auténtico ejercicio de
irracionalidad. Estos procesos se reducen a “calidad y control de
gasto”, resultando casi imposible salirse fuera, lo que da
buena cuenta de que la “jaula de hierro” es fuerte, impermeable y
por ello eficaz. La dificultad que se tendría a la hora de explicar
un fenómeno a una tribu extraña mediante mitos que no formen parte
de su haber puede ser una buena analogía para explicar porqué nuestros barrotes son tan poderosos y porqué ese “afuera” resulta
tan complicado. Volviendo a la racionalización como mito, podemos ver que sus productos son, ellos mismos,
objetos de veneración, como ocurre con los objetos surgidos de los
mitos clásicos (dioses, lugares, imágenes...). Son totems. Con esto hablo no
solo de nuestros actuales productos materiales, como ipads,
notebooks, cafés de
importación o comida congelada cocinada en modo 4,
sino de productos y prácticas culturales como los mitines, como la
publicidad gratuíta que brindamos a las marcas, los “me gusta” en facebook,
teorías políticas del control de gasto pasando por una veneración a
“la-democracia-que-tenemos” (lea esta perífrasis explicativa
lentamente, como si estuviera muerto y caminara en busca de carne
fresca).
La
hiperracionalidad se caracteriza por una ruptura con los límites de lo humano y por unos monstruos racionales descomunales. Ella está por ella misma y podría decirse que ella se
sirve de nosotros. Lo que está por ver es si el tejido nuestra
sociedad hiperracionalizada se puede sostener apelando sólo a esa
hiperracionalidad. Está por ver si una burocracia
unidireccional puede ser compatible con una sociedad tan saturada de
racionalización como de miedo, inmovilismo, xenofobia y privación
de derechos, o si los barrotes terminan por ser tan fuertes que 2+2
acaben siendo 5.