La presión social no obedece al
capricho de sociólogos que buscan cómo ganarse el pan. Tampoco es un
fenómeno exclusivo de las sociedades modernas, sino que la presión social es
atemporal. Emile Durkheim entendió el hecho social, materia de
trabajo del sociólogo, incluyendo en el un componente coercitivo intrínseco,
pues todo hecho social se resumía en “formas de pensar y sentir,
exteriores al individuo [que] están dotados de un poder de coacción
en virtud del cual se le imponen”. La clave para entender esto es
la fuerte resistencia del entorno que habría si quisiera oponerme a
una particular manera de pensar o sentir, en cualquiera de sus
manifestaciones. Para ver esto, supongamos que no hay ningún tipo de tensión
y me encuentro completamente cómodo las reglas impuestas. Si en esta situación de comodidad puedo
imaginarme una resistencia por parte del medio al intentar contrariar esas "formas de pensar y sentir" y salirme de ellas, podemos entender en toda su amplitud cómo todo hecho social tiene ese elemento
coercitivo aparejado. Todo hecho social es pues coacción. De este modo, encontramos coacción (explícita e implícita) en toda comunidad humana. La repetición parecerá
insistente y pedante, pero creo necesario recordar estas
consideraciones, ahora que en política les ha dado por jugar con
argumentos que apelan a la coacción social para ejercer una
“protección” que huele a tutela y a crucifijo.
La presión social, la coacción, ¿es
siempre unidireccional? La respuesta de cualquiera que lo piense dos
veces podría ser: “depende”. Las múltiples fuerzas externas que
confluyen en el individuo se comportan según el tipo de ambiente. En
definitiva, según qué sociedad. Por poner ejemplos sobre esto, veamos las cosas en lugares como Irán. La ley prohíbe a las mujeres salir del
país sin la autorización su marido, al igual que para trabajar; la shayla es obligatoria, a menos que deseen enfrentarse al más cruel de
los vacíos; la vida de la mujer vale, según la ley, la mitad de la
de un hombre; los homosexuales son condenados a muerte, igual que los
adúlteros; la libertad de prensa y de expresión es un chiste...
etc. La coacción social es, sin riesgo de pillarnos los dedos, extrema. Para mitigar eso en las sociedades
occidentales, se ha intentado mantener una concepción liberal de la organización política y social como telón de fondo, sea cual sea el signo político dominante. Con esto se persigue que sea cual sea la opción imperante, haya siempre un cauce abierto para ejercer un contrariar las ideas más populares. Y si bien es cierto que una idea nueva discordante pueda ser totalmente absurda e infructuosa en
un primer momento, nadie puede estar seguro de que dicha idea pueda convertirse en el germen de una verdadera alternativa. Y aunque la coacción social suela ser fundamentalmente unidireccional, la idea que subyace a todo esto es que a mayor apertura de posibilidades, esta coacción pueda ser menor y conducirse hacia un escenario en el que la presencia de muchas ideas puedan transformar una situación de presión unidireccional en otra más abierta. Precisamente en virtud de esto existe el debate público. Así, teniendo nuestra
pretendida sociedad democrática como base, entendemos que es el
individuo, al que presuponemos completamente autónomo y dueño de si
mismo, el que, consciente (o no) de cuáles son los condicionantes y
elementos coercitivos que le influyen, decida qué hacer. Y si bien
es cierto que este escenario de libertad en nada cambia el hecho social como coacción pero al mismo tiempo se admite que transformando el hecho social los hombres puedan mejorar su vida, se aspira a que sea más fácil intentar abrir brecha en toda coacción.
Ahora resulta que hay que proteger
a las desvalidas y desamparadas mujeres que desean ser madres de una
presión social que las empuja a abortar. Cualquier inocente alma de
cántaro que escuche las palabras del ministro, sobretodo en su
apelación a una “violencia estructural”, pensará que vivimos en
un entorno repleto de proabortistas sedientos de sangre de bebés de
8 meses. Aquí lo que encontramos es una forma muy perniciosa y sesgada de entender la libertad y la presión social, porque lo cierto es que si somos cabales, si hemos entendido bien
de qué va esto de la libertad en las sociedades democráticas, dudo
mucho que en este caso la “violencia estructural” sea tal que las
niñas de 15 años que realmente deseen tener un bebé decidan
interrumpir su embarazo. Puestos a hablar de violencia estructural,
me gustaría haber oído hablar al ministro de empobrecimiento, de
gasto social y sanidad en mitad de la sangría de gasto que se fragua
y que parece que no termina. Porque con mucho, este sí que es un buen motivo
para la interrupción del embarazo. Porque si hablamos de coacción,
el estado de la cuenta corriente es, con mucho, un elemento decisivo
para decantar la balanza en favor de una interrupción del embarazo, por muy extendida y fuerte que sea la simpatía por la interrupción bien meditada del embarazo. Pero esto no acaba aquí. Volviendo al discurso y sin dejar de hablar de presión social, llega un momento en que el ridículo se hace ministro cuando, con
la que está cayendo (recordamos que el periodo de lactancia en la
reforma laboral sufre un buen revés, como tantas otras cosas
referentes a la conciliación entre maternidad y trabajo), se habla de miedo a perder el trabajo en todo este asunto en torno a la "violencia estructural" contra la mujer y el aborto.
A partir de
ese “derecho a la maternidad”, uno no puede sino reafirmar la
sospecha de que el discurso marcadamente liberal del que suele hacer
gala el Partido Popular se haya trufado del más rancio y pasado
tutelaje moral cristiano. Y eso, atendiendo al origen y desarrollo de
la doctrina liberal, ya no es liberalismo.
Finalmente, atengámonos al caso de que un hombre reclamara derecho a la maternidad. Nos resultaría de risa, pero ¿no nos resultaría también de carcajada por parte de una mujer fértil? Alguien podría pensar que la
crítica y la carcajada es completamente gratuita y carente de sentido, pero lo
cierto es que nadie impide a una mujer ser madre, puesto que ni hay
leyes antimaternidad ni están en la agenda de ningún partido
político. En todo caso, hay leyes muy estrictas para que toda aquella mujer que no
desee ser madre, pueda elegir no serlo. Dicho esto, no me resulta
extraño el recelo y el temor que despierta la idea del "derecho" junto a la de "maternidad". Y no creo que se trate de un temor infundado, puesto que parece advenirse que la maternidad, más que ser objeto de protección por parte del derecho (y menos con la de tijeras que caen), acabe siendo objeto de obligación.