La imaginación y la capacidad de soñar
son el aderezo de la libertad. Sin ella, toda receta quedaría gris y
sabría a tristeza. Juntas, libertad e imaginación, forman la pasta
con la que el hombre construye su mundo, modifica su cultura y piensa
el futuro. Una de las formas más extendida de pensar ese futuro en
occidente hunde sus raíces en Platón y pasa por Tomás moro, San
Agustín, Proudhon, Saint-Simon, y hasta el mismo Marx: hablamos de
la utopía. Imaginar y concebir el mundo libre de pecado, libre de
dominación, opresión y miseria ha inspirado las mentes de
intelectuales y pensadores de todo tiempo, signo político y
condición.
Perseguirla entendiendo la utopía como
reinvención de la política y hasta del propio ser humano parece
algo atemporal. Y casi siempre, con el beneplácito o no de los
filósofos del momento, el proyecto se legitima echando mano de la
filosofía. Sin embargo, hace tiempo que se habla de la renuncia a la
totalidad. Escribía T. Adorno en Para qué la filosofía
(1962) que “la filosofía que se plantease todavía como total, en
cuanto sistema, llegaría, sí, a ser un sistema, pero de delirio”.
Al escribir esto, Adorno tenía en mente todas las traumáticas
experiencias acaecidas entre 1914 y 1945. Por entonces, buena parte
de la puesta en marcha de los engranajes que convirtieron Europa en
un montón de escombros y cadáveres venía motivada por cosmovisiones integrales en las que el hombre, la sociedad y la
economía formaban parte de un todo en el que nada se escapaba. Todo
tenía su razón de ser o en su defecto, todo la tendría. No había
lugar a la duda, solo a la verdad . Sin embargo, no solo la
experiencia de comprobar cómo los hombres pueden ser absorbidos por
cosmovisiones totales y conducidos al desastre es suficiente para plantear dudas
sobre una filosofía de la totalidad, sino que la propia marcha de la filosofía no
auguraba un buen futuro a las filosofías del todo desde Nietzsche.
En un mundo cada vez más fragmentado e inabarcable, donde la
experiencia y la conciencia humana se comenzaban a diversificar más allá de los corsés epistemológicos y metafísicos modernos,
surgió el "fragmento" y el “filosofar a martillazos”. Si la
multiplicidad y el cambio hacían que todo se escapara de entre las manos
de filósofos y sociólogos, no resulta raro que se produjera el
salto a la filosofía del fragmento, defenestrando finalmente a la
totalidad, al sistema. Es posible que Niezsche no fuera el primero en
darse cuenta de esto, pero si fue el primero que pensó teniendo en
cuenta esto con toda su radicalidad. Desde ese momento, las cosas en la
filosofía ya no serían iguales.
¿Pero por qué la utopía sigue siendo hoy día algo tan atractivo?. Porque pesar de las enormes llagas que debe soportar el concepto, parece que resiste al paso del tiempo. Ciertamente, sin ella se rompe una dinámica que arrastra
nuestra manera de pensar desde nuestros orígenes como cultura. ¿Será que no podemos soportar la marcha de las
cosas sin utopía? Es cierto que el componente esperanzador se
puede desvanecer, pero ¿estamos seguros que las esperanzas han estado (y están)
bien situadas?. Pensar que una ristra de principios de orden superior
gobiernan al mismo tiempo el orden económico, social y político con
la misma fuerza es completamente inactual. No solo porque ello
resulte un enorme salto al vacío, sino porque a la luz de lo
aprendido (si es que la historia es un vehículo de aprendizaje) la
soberbia no es buena compañera de viaje. En Sobre verdad y
mentira en sentido extramoral (1873),
Niezsche nos comenta:
No hay nada en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que no se hinche como una bota con un mínimo soplo de aquélla fuerza del conocimiento; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener sus admiradores, el más orgulloso de los hombres, el filósofo, es totalmente de la opinión de que, desde todas las partes, los ojos del universo están dirigidos telescópicamente a sus obras y pensamientos.
El particular escepticismo de Niezsche
lo dejaremos para otra ocasión. Lo que resulta interesante para este
propósito es el desenmascaramiento de una actitud que podemos verla
ejemplificada en las doctrinas de Leibnitz, las cuales pregonaban una
teodicea racional en la que, sin importar la locura, la segregación,
la enfermedad, la guerra y la miseria se vivía, literalmente, “en
el mejor de los mundos posibles” (1715). Esta es la actitud del filósofo
que ha llegado a la meta. Para esta clase de filósofo no hay mucho más a partir de las lineas
rojas por él marcadas. Pero lo realmente inquietante no es la aparición
de muros irrompibles y fuerzas irresistibles, sino la irrupción del
experto y el demagogo, pues estos suelen ser, como se dice en nuestro
país, “más papistas que el papa”. La soberbia del filósofo se
transmuta entonces en un delirio en el que todo tiene su
lugar. Por eso, con una utopía bien consolidada ideológicamente, y
si se ponen las condiciones para ello, la dominación sin cortapisas
de ningún género tiene el terreno abonado.
No importa demasiado si el objetivo es
oponerse sin más, pretendiendo sustituir un orden por otro, una
utopía por otra (en términos actuales, un sistema por otro), porque
si no hay una finalidad crítica, el discurso que tendemos delante
será pura ideología con un buen lavado de cara. Su objetivo será
legitimar un orden (porque deslegitimar un orden para implantar otro
también es legitimar un orden, el propio en este caso), y no se irá
más lejos de un mero cambio de roles y un cambio en la red
de poder y dominación. El bienintencionado militante hablará de
justicia, de igualdad, de derechos, pero también hablará de
verdades empuñando el sable del filósofo o teórico de turno. El
bienintencionado militante entonces delira, delira de utopía y
delira de sistema.
La esperanza no es cosa de la
filosofía. La filosofía es crítica.