No parecen quedarnos demasiadas alternativas, aunque hay algo que nos resulta bastante obvio y que no hemos explicitado desde el principio. Sea cual sea el grado de responsabilidad que nos toque en cuestiones como las guerras del coltán financiadas indirectamente con la compra de móviles, la financiación de armas a través del negocio de refrescos o bancos, las gentes no desean verse involucradas. Matar a distancia es fácil, pero si una persona no se desea tomar parte de ninguna manera, podría sernos suficiente. La oscuridad en nuestro tiempo debe ser, en líneas generales, nuestro mayor enemigo. El sujeto postmoderno puede moverse en los lindes de un "pensamiento débil" a nivel moral que hemos relacionado con el gigantismo y con los procesos de racionalización. A mi juicio, estos dos fenómenos no son el efecto de la aparición de la postmoralidad, sino al contrario, estos procesos son la base de la postmoralidad. Hacer salir de la oscuridad estos hechos deberían ser la meta para que el sujeto postmoral se aleje de esa angustia de sentirse culpable de todo y a la vez, responsable ante nadie. Racionalizar en exceso nos convierte en máquinas de calcular, sopesar, evaluar y decidir, pero nuestra humanidad se puede adulterar a partir de una hipertrofia racional. Igualmente, la racionalización excesiva de nuestra sociedad produce situaciones que son a todas luces irracionales, como puede ser la mano de obra semiesclava que fabrica nuestros ordenadores. Dominar sin freno para estar más cómodos a la espera de que dicha dominación no nos estalle el la cara. En virtud de esa irracionalidad, tiene fuste pensar que en algunas cuestiones no es necesario jugar al viejo juego del choque de tradiciones en materia moral, puesto que la repugnancia es un principio tan básico a la hora de mover la conciencia que no es necesario ninguna batalla dialéctica. A mi juicio, no hay ninguna inconmensurabilidad entre tradiciones morales cuando las leyes de la empatía más primitivas y básicas están sobre la mesa.
Tristmente, el mundo da mil vueltas, y las ha dado mucho antes que nosotros, por lo que el estado de cosas actual genera en el sujeto una fuerte ambivalencia. Caer en el síndrome de Róbinson Crusoe es una temeridad, lo mismo que volver atrás y hacer como que no ha ocurrido nada. Las virtudes y los cantos de sirena de nuestra jaula de control e hiperracionalización van de la mano. La clave es encontrar dentro recursos para evitar esa sensación de cinismo que incomoda al sujeto de la mano de refugios o recursos para iluminar el gigantismo y aliviar la alienación. El gigantismo necesita instituciones internacionales eficaces y fuertes, que sean coactivas y al mismo tiempo habilitantes. Dichas instituciones deben ser coercitivas a la hora de imponer transparencia a todas las instituciones, tanto públicas como privadas, porque en nuestra sociedad de la información esto es lo único que el sujeto tiene para hacer algo inteligible su mundo y su contexto. Por ejemplo, saber de dónde proceden las cosas que consumimos y cómo llegan a nuestras casas es un conocimiento a menudo incómodo, pero importante. ¿Y de qué sirve esto si el sujeto postmoral parece una realidad ineludible? Si la postmoralidad era un fenómeno asociado a la falta de acuerdo moral a causa de la inconmensurabilidad y el vacío en nuestra terminología moral, saber más cosas se reduce a sumar nuevas líneas de argumentación a las tradiciones, pero no disolvemos el problema, se podría objetar. Aunque es cierto que la idea de una objetividad moral ha desaparecido del mapa bajo la forma de una teoría o sistema, es posible articular puntos de apoyo entre cada tradición apelando a esa "empatía primitiva" de la que hablábamos. El punto clave de esta posición no es negar la postmoralidad (entendida como la prevalencia en la sociedad de un "pensamiento débil" moral), sino más bien, esquivar inconmensurabilidad. Creo posible algún tipo de traducción entre las distintas tradiciones que sea algo más que un mero consenso si se intentan evitar los valores sin contenido y se apela a una "empatía primitiva". Al final, la postmoralidad resulta habilitante, ya que nos permite adoptar un pensamiento menos dogmático y dominador (del otro, se entiende). Por esto, un pensamiento débil no se debe entender como un hándicap si gracias a él podemos despegarnos de esas viejas ideologías cuyos valores sospechamos que en boca de todos se estiran como chicles para defender lo uno y lo otro, según qué convenga.
Después de todo el recorrido ¿se podría decir que nuestra sociedad es cínica? Hemos de recordar que el cinismo requiere un cierto grado de misantropía que es muy difícil de extender al carácter, costumbres y opiniones generales. Nadie querría que la construcción de aparatos electrónicos acarreara serios costes humanos ni en Congo ni en ninguna parte. El gigantismo y la hiperracionalidad, unido al fenómeno de la postmoralidad, nos han convertido no en una sociedad cínica, sino más bien en una sociedad que tiende a la contradicción, la incoherencia, al interés y al exceso de control. Este cóctel, enormemente amargo e insatisfactorio (nadie se engañe, más para los habitantes del Congo, entre otros lugares) nos envuelve y harta, porque el sujeto no sabe bien qué pensar y no sabe bien qué puede hacer. Se siente algo sucio y hay culpa, pero si todavía hay consciencia y empatía, hay alguna salida.