domingo, 28 de octubre de 2012

¿Vivimos en una sociedad cínica? (V, fine): Holgando el nudo


Retraerse no es la solución. Buscar calor en "los que hablan como yo" y "piensan como yo" puede resultar una solución reaccionaria. Además, uno siempre tiene vecinos, con lo que salvo las consideraciones generales en torno a la idea de comunidad, no hay mucho más que rascar en la teoría de Macintyre. A poco que profundicemos, la riña entre este modelo y algo parecido al liberalismo clásico es inevitable. Y, nos guste más o menos, el liberalismo político es algo a lo que pocos desean renunciar. Es por esto por lo que las teorías del consenso o de la justicia están tan fuertes, y los discípulos de Habermas y Rawls tienen voz en todas partes. Sin embargo, estas propuestas no sólo no tienen grandes ideas para responder a nuestra pregunta, sino que en lineas generales, callan. Aunque su principal virtud es la capacidad de eludir el conflicto moral a base de consensos y contratos, dichos consensos pueden heredar los puntos ciegos que comentamos, con lo que el cinismo se puede colar en nuestros consensos y contratos. Es cierto que las doctrinas de ambos teóricos pretenden evitar sesgos, pero la de Rawls atiende sólo a "democracias" (occidentales, parece), mientras que las teorías de Habermas también pivotan sobre ese concepto. Por supuesto, son teorías para articular nuestra vida social e institucional bastante prácticas, pero el problema del gigantismo de nuestro mundo no lo pueden sortear. Algunos de nuestros dilemas morales más serios trascienden las teorías de cómo se organiza una sociedad concreta y van, directamente a cómo está organizado el conjunto de sociedades. Porque el gigantismo del que hablábamos al principio puede resultarnos un fenómeno local si estamos hablando de teléfonos móviles o de ritmo de vida alienante, pero nada más lejos de la  realidad: el gigantismo es una cuestión global. Precisamente por esto la sensibilidad moral se enturbia y nubla, porque ya no es posible imaginar dónde empieza y dónde acaba nuestra acción y dónde empieza y acaba nuestra responsabilidad. Cuando tal cosa es posible delimitarse, tal vez estos teóricos iluminen la cuestión, pero por ahora, no creo que sea el caso.

No parecen quedarnos demasiadas alternativas, aunque hay algo que nos resulta bastante obvio y que no hemos explicitado desde el principio. Sea cual sea el grado de responsabilidad que nos toque en cuestiones como las guerras del coltán financiadas indirectamente con la compra de móviles, la financiación de armas a través del negocio de refrescos o bancos, las gentes no desean verse involucradas. Matar a distancia es fácil, pero si una persona no se desea tomar parte de ninguna manera, podría sernos suficiente. La oscuridad en nuestro tiempo debe ser, en líneas generales, nuestro mayor enemigo. El sujeto postmoderno puede moverse en los lindes de un "pensamiento débil" a nivel moral que hemos relacionado con el gigantismo y con los procesos de racionalización. A mi juicio, estos dos fenómenos no son el efecto de la aparición de la postmoralidad, sino al contrario, estos procesos son la base de la postmoralidad. Hacer salir de la oscuridad estos hechos deberían ser la meta para que el sujeto postmoral se aleje de esa angustia de sentirse culpable de todo y a la vez, responsable ante nadie. Racionalizar en exceso nos convierte en máquinas de calcular, sopesar, evaluar y decidir, pero nuestra humanidad se puede adulterar a partir de una hipertrofia racional. Igualmente, la racionalización excesiva de nuestra sociedad produce situaciones que son a todas luces irracionales, como puede ser la mano de obra semiesclava que fabrica nuestros ordenadores. Dominar sin freno para estar más cómodos a la espera de que dicha dominación no nos estalle el la cara. En virtud de esa irracionalidad, tiene fuste pensar que en algunas cuestiones no es necesario  jugar al viejo juego del choque de tradiciones en materia moral, puesto que la repugnancia es un principio tan básico a la hora de mover la conciencia que no es necesario ninguna batalla dialéctica. A mi juicio, no hay ninguna inconmensurabilidad entre tradiciones morales cuando las leyes de la empatía más primitivas y básicas están sobre la mesa.

Tristmente, el mundo da mil vueltas, y las ha dado mucho antes que nosotros, por lo que el estado de cosas actual genera en el sujeto una fuerte ambivalencia. Caer en el síndrome de Róbinson Crusoe es una temeridad, lo mismo que volver atrás y hacer como que no ha ocurrido nada. Las virtudes y los cantos de sirena de nuestra jaula de control e hiperracionalización van de la mano. La clave es encontrar dentro recursos para evitar esa sensación de cinismo que incomoda al sujeto de la mano de refugios o recursos para iluminar el gigantismo y aliviar la alienación. El  gigantismo necesita instituciones internacionales eficaces y fuertes, que sean coactivas y al mismo tiempo habilitantes. Dichas instituciones deben ser coercitivas a la hora de imponer transparencia a todas las instituciones, tanto públicas como privadas, porque en nuestra sociedad de la información esto es lo único que el sujeto tiene para hacer algo inteligible su mundo y su contexto. Por ejemplo, saber de dónde proceden las cosas que consumimos y cómo llegan a nuestras casas es un conocimiento a menudo incómodo, pero importante. ¿Y de qué sirve esto si el sujeto postmoral parece una realidad ineludible? Si la postmoralidad era un fenómeno asociado a la falta de acuerdo moral a causa de la inconmensurabilidad y el vacío en nuestra terminología moral, saber más cosas se reduce a sumar nuevas líneas de argumentación a las tradiciones, pero no disolvemos el problema, se podría objetar.  Aunque es cierto que la idea de una objetividad moral  ha desaparecido del mapa bajo la forma de una teoría o sistema, es posible articular puntos de apoyo entre cada tradición apelando a esa "empatía primitiva" de la que hablábamos. El punto clave de esta posición no es negar la postmoralidad (entendida como la prevalencia en la sociedad de un "pensamiento débil" moral), sino más bien, esquivar inconmensurabilidad. Creo posible algún tipo de traducción entre las distintas tradiciones que sea algo más que un mero consenso si se intentan evitar los valores sin contenido y se apela a una "empatía primitiva". Al final, la postmoralidad resulta habilitante, ya que nos permite adoptar un pensamiento menos dogmático y dominador (del otro, se entiende). Por esto, un pensamiento débil no se debe entender como un hándicap si gracias a él podemos despegarnos de esas viejas ideologías cuyos valores sospechamos que en boca de todos se estiran como chicles para defender lo uno y lo otro, según qué convenga. 

Después de todo el recorrido ¿se podría decir que nuestra sociedad es cínica? Hemos de recordar que el cinismo requiere un cierto grado de misantropía que es muy difícil de extender al carácter, costumbres y opiniones generales. Nadie querría que la construcción de aparatos electrónicos acarreara serios costes humanos ni en Congo ni en ninguna parte. El gigantismo y la hiperracionalidad, unido al fenómeno de la postmoralidad, nos han convertido no en una sociedad cínica, sino más bien en una sociedad que tiende a la contradicción, la incoherencia, al interés y al exceso de control. Este cóctel, enormemente amargo e insatisfactorio (nadie se engañe, más para los habitantes del Congo, entre otros lugares) nos envuelve y harta, porque el sujeto no sabe bien qué pensar y no sabe bien qué puede hacer. Se siente algo sucio y hay culpa, pero si todavía hay consciencia y empatía, hay alguna salida.

sábado, 20 de octubre de 2012

¿Vivimos en una sociedad cínica? (IV): Diagnóstico profundo, complicado tratamiento


Por lo visto hasta ahora, estamos inclinados a pensar que la respuesta a la pregunta que abre la serie es afirmativa y que en resumidas cuentas vivimos en una sociedad postmoral en la que el sujeto es estructuralmente cínico, luego la propia sociedad resulta cínica en su conjunto. La explosión de la revolución tecnológica y las llamadas guerras del coltán que se promueven gracias ella son desde el punto de vista moral, el ejemplo claro de que nuestro universo moral está atascado y que a sabiendas de lo repugnante que pueda ser la guerra, no se nos ocurre un juicio moral que esquive por un lado la dispersión de la responsabilidad propia de nuestro tiempo por un lado, y el atasco moral y argumental de nuestras posiciones enfrentadas al respecto que denuncia Macintyre:

a) "Las guerras, todas las guerras, son una injusticia: muere gente inocente. No importa la causa. Las guerras del coltán,son doblemente injustas porque están auspiciadas por grandes multinacionales que promueven la muerte en esos países para que aquí tengamos teléfonos móviles y otros aparatos electrónicos. Todos nosotros somos responsables cada vez que encendemos el móvil, enchufamos el ordenador. Por supuesto, aunque usemos otros equipos la resposabilidad se extiende al mandar un mail, un sms, un watsup, mirar la wikipedia... Responsables podrían ser por extensión: Google, el diario El País al tener edición digital, Telefónica y su suministro de internet..."

b) "No todas las guerras son injustas. Las hay que buscan la liberación de las gentes de un país. Puede haber intereses, pero si el fin principal es la liberación es legítimo pelear. Es cierto que en todas las guerras mueren inocentes,  pero todo lo que se puede hacer es evitarlo a toda costa. ¿Las guerras del coltan? ¡A mi usted qué me cuenta! Claro que conozco que existen, pero yo no soy quién para dominar la política en África, ni formo parte de los organismos y gobiernos que meten mano en la región, ni soy miembro de los consejos de administración de las empresas que meten presión a las guerrillas. Además, tampoco es mi problema que las distintas tribus y sectas africanas sean tan proclives a matarse entre ellas cada vez que el hombre blanco  pone encima de la mesa sus intereses. La cuestión se resume a dos cosas: hambre y política internacional. A mi usted no me atosigue, que tengo bastante con llegar a fin de mes. Además, ¿qué hacemos, lo reseteamos todo? ¿Tiramos los ordenadores a la basura? Y en otro orden de cosas, ¿de verdad crees que la gente puede vivir con semejante paradigma de la responsabilidad?¡ Eso es vivir con angustia por cada cosa que hacemos!" 

Elijamos lo que elijamos nos encontramos algo perdidos y con la sensación de que no las tenemos todas. El hecho de que situaciones cuya naturaleza nos resulte desagradable y urgente sean una realidad mientras nuestras discusiones al respecto se hacen eternas, irresolubles y enormemente agrias nos reafirma en el hecho de que hay algo que no anda bien. La paradoja es que mientras nuestra psicología moral nos obliga a tomar partido y a situarnos en uno de los dos lados de la argumentación (o a mitad, lo mismo da), sabemos que en realidad sólo entonamos la posición aprendida a la espera del abismal desacuerdo con nuestro interlocutor. Enunciamos nuestras preferencias y les damos fuerza desde los argumentos aprendidos. Usamos palabras muy grandilocuentes en el proceso de discusión pero en última instancia, todo parece sugerir que lo que se hace es decir qué nos gusta y qué nos disgusta,  qué aprobamos y qué no aprobamos, pero en el fondo nada de esto tiene que ver con la objetividad porque hay un abismo insalvable ente cada posición. Ante esto ¿Qué se puede hacer? La respuesta de Macintyre tiene un punto de partida y unas implicaciones que destruyen parte su atractivo como pensador. Macintyre quiere romper la baraja. Puesto que el juego se encuentra en una fase completamente caótica, hace lo que a juicio de servidor es un auténtico giro antifilosófico que consiste en cambiar lo que de hecho es nuestro mundo a partir de una receta. El orden de la postmoralidad pretende ser substituido por una actualización de la tradición aristotélica de las virtudes. Para el autor escocés, lo ideal sería que cada grupo o comunidad se contextualize y se aglutine en torno a sus virtudes y que dichas virtudes guiaran a la comunidad. De esta manera, la comunidad se erigiría como fuente de identidad pero también como fuente de legitimidad y soporte de unas determinadas virtudes que articularían el universo moral y práctico de las gentes. Tristemente para Macintyre, esta solución es inviable. La tradición de las virtudes puede convertirse en un topos adicional dentro del atascado debate moral. Un discurso inconmensurable más. Sin embargo, y concediendo que esta tradición tiene un estatus especial (ya que no mantiene ningún nexo con la modernidad  y tampoco con el emotivismo), la clase de organización social que se deriva de ella es indeseable. La comunidad de la que nos habla Macintyre puede desarrollar, en virtud de la uniformidad de valoraciones y virtudes, algunas características de lo que Popper llamaba "sociedad cerrada", como la presencia que pueden adquirir  las costumbres, la fuerte tendencia a al tribalismo, la uniformidad en la conducta y la homogeneidad en las valoraciones. Todos son rasgos que propician la  falta de pluralismo. 

La propuesta de Macintyre no resulta nada conveniente. Hace difícil la presencia de multitud de puntos de vista, lo cual es un rasgo de nuestro tiempo que en general, juzgamos irrenunciable. Por nada del mundo querríamos cambiar esto por mucho que nos incomode vivir en un mundo postmoral. Es más, adelantamos que posiblemente sean realidades gemelas. De momento, tenemos que admitir que preferimos convivir con esas situaciones desagradables que nos incomodan y nos desconciertan por igual, que la oscuridad y el gigantismo de nuestro tiempo en nada ayuda. El cinismo se hace fuerte y querríamos encontrar una manera de poder desterrarlo, pero una vuelta al pasado no es en absoluto viable. ¿Hemos de encontrar la forma de negar la postmoralidad o tenemos que abrazar el cinismo con naturalidad?

sábado, 13 de octubre de 2012

¿Vivimos en una sociedad cínica? (III): Fragmentación y falta de sentido

"Escombros", J.M


Días atrás postulábamos una sociedad cínica, producto de un estadio postmoral, en el que el juicio moral del sujeto se encuentre enormemente oscurecido por el enorme gigantismo que es la ordenación de nuestra sociedad. El gigantismo puede pensarse como el producto de la gran piel de plátano que la modernidad nos legó y que día a día se refuerza, que no es otra que la confusión entre control y conocimiento, racionalización y libertad, razón y verdad.  La historia de la última pareja es especialmente interesante, porque en ella encontramos el origen de las disputas entre modernos y postmodernos. En concreto y dentro de estos últimos encontramos el retrato de la razón que realiza Nietzsche, que muestra el carácter tramposo y fabulador de la razón.  Curiosamente, algunos pensadores que podemos llamar modernos ya empezaban a sospechar que la razón era una poderosa herramienta, pero puesta en manos de una criatura algo pícara e interesada. Autores como Hume ya entrevieron la oscuridad que se generaba al anfrontar racionalmente ciertas cuestiones morales, puesto que ante ellas, la razón callaba o sólo podía emitir un juicio interesado, camaleónico y endeble. Ante ciertas cuestiones, la razón o bien se ponía en marcha en una dirección o en otra para argumentar, pero no era capaz de iluminar la verdad, sino más bien, apuntalar una opción y hacerla más verosímil. Curiosamente, un esfuerzo racional en dirección contraria conseguía lo mismo, por lo que la razón quedaba muy lejos de ser la salvaguarda de la moral verdadera. "Bien" y "mal" debían quedar fuera del vocabulario de la experiencia y de la demostración, por lo que no había manera de que ese vocabulario saliera de nuestra sensibilidad y gusto con la fuerza de la verdad. Estas consideraciones hicieron fuerte el emotivismo como teoría moral y nos empujaron a la fragmentación y a un cierto relativismo. Esta historia de la ética y la filosofía explican, junto a la cuestión de la alienación, la aparición de la postmoralidad y de ese cinismo social que postulamos.  

Dentro del decurso de esta historia es conveniente citar a Alasdair Macintyre, uno de los teóricos de la ética más influyentes del último tercio del siglo XX y autor de una de las obras que mejor pueden ilustrar la dimensión filosófico-lingüístico-social de la pregunta sobre el cinismo y la postmoralidad. En Tras la Virtud, Macintyre cuenta la siguiente historia:

Imaginemos que las ciencias naturales fueran a sufrir los efectos de una catástrofe. La masa del publico culpa a los científicos de una serie de desastres ambientales. Por todas partes se producen motines, los laboratorios son incendiados, los físicos son linchados, los libros e instrumentos, destruidos(...). Mas tarde se produce una reacción contra este movimiento destructivo y la gente ilustrada intenta resucitar la ciencia, aunque han olvidado en gran parte lo que fue. A pesar de ello poseen fragmentos: cierto conocimiento de los experimentos desgajado de cualquier conocimiento del contexto teórico que les daba significado; partes de teorías sin relación tampoco con otro fragmento o parte de teoría que poseen, ni con la experimentación; instrumentos cuyo uso ha sido olvidado; semicapitulos de libros, paginas sueltas de artículos, no siempre del todo legibles porque están rotos y chamuscados. Pese a ello todos esos fragmentos son reincorporados en un conjunto de practicas que se llevan a cabo bajo los títulos renacidos de física, química y biología (...). Los niños aprenden de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y recitan como ensalmos algunos de los teoremas de Euclides. Nadie, o casi nadie, comprende que lo que están haciendo no es ciencia natural en ningún sentido correcto (...). La hipótesis que quiero adelantar es que, en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral esta en el mismo grave estado de desorden que el lenguaje de las ciencias naturales que en el mundo imaginario que he descrito. Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado.

A partir de esta metáfora, Macintyre explica por qué en nuestra sociedad la moral es un asunto subjetivo y por qué toda discusión moral es una trampa sin salida: todo el mundo habla desde tradiciones distintas. Toda argumentación parte de determinadas perspectivas que no son más que fragmentos de nuestra historia moral, tradiciones y topoi que se recitan para reforzar una postura, que en realidad no es más que sensibilidad, gusto, tradición o una mezcla de todas. Todo esto no es más que emotivismo, dicho en una palabra. En definitiva, lo que termina sugiriendo Macintyre es que el lenguaje moral ha perdido completamente su significado porque que al final, cuando una conversación moral avanza hasta las premisas y definiciones básicas y se termina hablando de términos como "dignidad", "justicia"o "libertad", lo que terminamos haciendo es codificar esos términos dentro de una tradición moral que simplemente recitamos porque no hay mucho más que decir, ergo los términos morales se vacían de sentido por inconmensurabilidad entre tradiciones morales. El ejemplo típico de lo que acabamos de describir lo encontramos en el clásico debate en el cual el término clave (por ejemplo, "dignidad") se usa igualmente para defender una postura y la contraria. En resumen: la triste realidad que nos presenta Macintyire es que en el contexto del lenguaje moral las palabras que usamos no dicen nada y todo cuanto tenemos son palabras muy altisonantes, pero tristemente vacías.

Como hemos expuesto, el cinismo explota por los dos frentes que hemos descrito. Por un lado hemos de contar con la perspectiva que nos abre  la racionalización y alienación de la sociedad y por otra, los efectos devastadores que tiene descubrir que la razón nos puede demostrar una cosa y la contraria y que en última instancia el debate moral es interminable porque la inconmensurabilidad endémica a esos debates vacía de sentido el lenguaje moral. El primer frente de explosión del cinismo tiene que ver con los cambios y transformaciones del mundo a partir de la industrialización y la postindustrialización (globalización) y el segundo, precisamente como el motor del primero: la hipertrofia racional y la hiperracionalización de la condición humana.

martes, 9 de octubre de 2012

¿Vivimos en una sociedad cínica?(II): Razón, racionalización, alienación e iluminismo

"Burocracia", J.M

El cinismo nace en la Grecia clásica como una hipertrofia de los núcleos racionalistas y escépticos del etéreo cuerpo doctrinal socrático que da como resultado una escuela filosófica que radicaliza la ignorancia humana y la necesidad de vivir de manera sencilla y acorde al propio daimon. Diógenes, uno de los ilustres cínicos, llevó una vida de "rectitud socrática" basada en el desprecio a la forma en que los humanos vivían. Se cuenta que en una ocasión caminaba por el ágora apartando a toda persona que se cruzaba a su paso mientras decía "busco un hombre, todo lo que me encuentro es escoria". Esta anécdota marca el decurso del cinismo a través de la historia de las ideas hasta nuestros días, en los que el cinismo se suele entender como una suerte de misantropía salpicado de un fuerte de relativismo moral.

El componente racionalista tiene gran importancia en la historia del cinismo y en la cuestión de la que nos estamos ocupando aquí, puesto que el cinismo social que proponemos no es sino un compañero de viaje de la postmoralidad. La enormidad de lo que acontece a nuestro alrededor bien puede estar empujando al fenómeno de la postmoralidad y ello se ve reflejado en un cierto malestar cuando discurrimos sobre las prácticas sociales que pueden resultar reprobables moralmente y que en ocasiones nos llevan a pensar que nuestra sociedad es una sociedad cínica.

Los problemas derivados de nuestra enrevesada, poliédrica y gigantesca organización social de los que habla Anders en el texto que citamos días atrás vienen motivados por el enorme esfuerzo racionalizador. Este esfuerzo siempre va precedido de un conocimiento metódico y exhaustivo de un campo de la realidad. Por ejemplo, conocer cómo es la realidad física, química y biológica de nuestro medio nos permite hacer puentes para salvar obstáculos, sintetizar vacunas para erradicar enfermedades mortales y crear máquinas que hacen nuestra vida más fácil. Las ideas de racionalización, conocimiento y control se unen con fuerza a partir de la modernidad. Controlar la enfermedad, controlar el tiempo en el viaje y controlar el confort en nuestra vida es posible gracias al conocimiento y a la aplicación de principios racionalizadores del espacio humano. En parte, este es el sueño de los filósofos desde Bacon, pasando por Descartes hasta Kant. idea más fuerte y que servía como leitmotiv de todo el pensamiento de la época era saber cuáles eran los límites de lo cognoscible y cuál era el contenido de lo cognoscible para acomodar la vida a ese conocimiento; saber para describir, explicar y predecir con el fin de hacer del hombre una criatura menos vulnerable y por supuesto, más libre.

A este sueño del pensamiento moderno subyacía una concepción de la racionalidad que a la luz de los análisis de los sucesos acaecidos durante el siglo XX por parte de algunos pensadores puede ser descrita como ingenua e inocente. El ser humano consiguió perfeccionar la tecnología y revolucionó todos los campos del conocimiento siguiendo principios racionales, aplicando su ingenio y su afán por conocer la verdad. Sin embargo, también consiguió enormes cotas de racionalización en el medio humano, cuyo impacto seguimos viviendo hoy: cadena de montaje, especialización en el trabajo, racionalización del sistema político, buracratización titánica, control del tiempo, medidas de seguridad ciudadana, políticas de disuasión nuclear...  Ha llegado un momento en el que la razón ha destilado una tecnología y un saber que aunque ha conseguido importantísimas mejoras en la calidad de vida de las gentes (del primer mundo), también ha generado una histeria racionalizadora cuyos efectos alientantes ya estaban perfectamente descritos en los escritos de Marx. En este punto hemos ve volver al texto de G. Anders y apuntar que la oscuridad de la que hablaba no es otra cosa que alienación: la sensación de que uno está realizando actividades y en general, está llevando una existencia tan fuertemente mediada por entes externos que pueden hacerle sentir a uno que no está viviendo su propia vida. A mi juicio, este es uno de los puntos clave del cinismo social. Si admitimos que un sujeto está fuertemente alienado, hemos de admitir que incluso sus valoraciones morales pueden estar igual de mediadas que lo están sus relaciones personales, su tiempo libre, su trabajo... En una sociedad postmoral, el sujeto alienado realizaría laxos y flexibles juicios éticos mediado por la enorme maquinaria que lo mueve todo y que impide, con su gigantismo, un juicio moral completo y crítico. Un gigantismo producto de la hiperracionalización de la sociedad.


Otra de las claves ha de rastrearse más allá de los productos materiales de la ilustración y de la racionalización de la vida cotidiana. Hay que buscarlo dentro de la forma en que el iluminismo ilustrado trató las cuestiones éticas y cuáles fueron los resultados y cómo finalmente, se creó una especie de atolladero ético que podemos poner en práctica en cualquier discusión moral que emprendamos.

jueves, 4 de octubre de 2012

¿Vivimos en una sociedad cínica? (I): Planteando la cuestión

"Tu ciudad, mi ciudad",  J.M.


No son pocos los que están empezando a hablar de una época postmoral. La complejidad del mundo que nos rodea es tan inabarcable que resulta extremadamente difícil evaluar el horizonte de responsabilidad de las gentes, tanto en el nivel individual como el colectivo. Por si esto fuera poco, a la enorme cantidad de problemas con los que convivimos, se suman otros de nuevo cuño, producto de los nuevos modos de comunicación. Dicho de otro modo: para bien o para mal, ahora sabemos más. Recuerdo que cuando aparecieron los teléfonos móviles, apenas se había implementado una red de internet en España lo suficiente como para que supieramos qué era el coltán. Los simpáticos Nokia 5110 con su  famoso juego del gusano se veían en todas partes, pero no teníamos ni idea de qué era el coltán allá por 1999. Ahora, gracias al Internet, es difícil no saber que el coltán es un mineral bastante escaso con el que se fabrican multitud de componentes electrónicos y que su uso se ha extendido en parte gracias a la difusión de los teléfonos móviles. También sabemos que durante la expansión de esta tecnología la presión para obtener este material ha ocasionado en África numerosos conflictos armados. La pregunta obligada es: ¿son los usuarios cómplices de las llamadas "guerras del coltán"? Las posibles respuestas a la pregunta nunca serán unívocas y tajantes y en muchos casos, partirán de consideraciones en torno al actual contexto globalizado en el que vivimos. La enormidad de las cosas nos impide hablar sin dudar porque resulta imposible tener toda la información, porque todo cambia muy deprisa, porque es imposible tenerlo todo en cuenta. Da la sensación de que siempre se nos puede escapar algo y que podemos cometer un grave error de juicio. La relación entre la enormidad y nuestra incapacidad para hablar de lo que acontece en este mundo gigante fue descrita por Günter Anders allá por 1988:

“En el momento en que los efectos de nuestro trabajo o de nuestra acción sobrepasan cierta magnitud o cierto grado de mediación, comienzan a tornarse oscuros para nosotros. Cuanto más complejo se hace el aparato en el que estamos inmersos, cuando mayores son sus efectos, tanto menos tenemos una visión de los mismos y tanto más se complica nuestra posibilidad de comprender los procesos de los que formamos parte o de entender realmente lo que está en juego en ellos. En una palabra: peses a ser obra de los seres humanos y pese a funcionar gracias a todos nosotros, nuestro mundo, al sustraerse tanto a nuestra representación como a nuestra percepción, se torna cada día más oscuro [cursiva de G. Anders].”

Por entonces, la globalización aun no se había formulado como concepto, pero ya comenzaban a atisbarse sus efectos. Y aunque en 1988 los efectos de la guerra continuaban muy vivos en la memoria de Anders, no sólo en calidad de pensador judío que arrastraba un enorme sentimiento de culpa por haber escapado de los nazis, su motivación para escribir hunden sus raíces mucho antes de la guerra. La idea que va a ser el hilo conductor de la pregunta que por ahora dejamos en el aire es la descompensación entre la dimensión moral del hombre y la capacidad para imaginar las implicaciones de sus acciones junto a la enorme maquinalización de la sociedad.

Para seguir el hilo, tenemos que entender la postmoralidad como la irrupción de una diáspora moral y la necesidad de que la ética deba perder sus pretensiones de objetividad. Que la sociedad sea cínica significa precisamente que llegue a darnos igual blanco que negro y que parte de esto tenga que ver con la imposibilidad para decantarse por una u otra cosa. Lo cierto es que como sociedad la idea de vincular verdad y bondad se nos escapa porque ya lo creemos posible ni desde el punto de vista epistemológico ni desde el punto de vista práctico. Poco a poco, iremos desgranando el asunto (si se deja), pero podemos decir que “lo que está bien” es indistinguible porque prácticamente cualquier cosa es explicable, es racionalizable y comprensible moralmente, lo que significa la total desactivación de la ética y de su compromiso con la verdad. El resultado de esto, bien puede ser una sociedad cínica, que ha vaciado los conceptos y los ha llenado de nihil, de nada.