jueves, 19 de julio de 2012

Europa, Europa

Elda hoy II, Javier Moreno

John Stuart Mill, uno de los más célebres defensores del liberalismo, entendía que los gobiernos no debían ocuparse de la felicidad de la gente, sino que esa cuestión era cosa de cada cual. Mill estaba convencido de que cada individuo debe tener la libertad para poder elegir qué es lo que quiere hacer con su vida y cuáles son las guías fundamentales en su viaje. Sin embargo, sí entendía que los gobiernos debían ser capaces de evitar el sufrimiento y generar las condiciones para que las gentes no padezcan, ya que la ausencia de sufrimiento es una condición básica para la felicidad. Sencillamente: donde prolifera la miseria, la felicidad no es ni tan siquiera algo con lo que soñar, por lo que según Mill las fuerzas del Estado deben movilizarse para asegurar que la felicidad sea al menos una posibilidad al alcance de todos. Cada cual puede entender las virtudes o defectos de la doctrina liberal en general, pero lo que es difícil negar es que de las palabras de Mill emana elegantemente el imperativo que obliga a los gobernantes a mejorar las condiciones de la gente por encima de cualquier otra premisa. Es curioso que en los tiempos que corren y dado el supuesto corte liberal de la doctrina dominante, se nos pretenda hacer pasar por un triunfo el empobrecimiento, la indignidad y la carencia.

Europa entera está fracasando y faltando a las señas de identidad más básicas sobre las que a juicio de servidor, se sostiene. En Europa se promueve la miseria. No se encuentra otro calificativo a la acción de eliminar prestaciones al conjunto de la ciudadanía, precarizar los beneficios del Estado de Bienestar, precarizar el trabajo y minar el poder adquisitivo de las gentes. Por otro lado, el blindaje y la opacidad de las instituciones que ahora prolifera, no es signo de buena salud. Tanto la idea de proteger a las personas de la miseria como la de tener instituciones fuertes y estables pero transparentes son el núcleo duro de un liberalismo que ahora es una sombra de lo que fue, un mero pelele dialético. El nuevo liberalismo es el liberalismo que ha olvidado la sociedad abierta, la justicia como equidad y la justicia comunitaria y promueve sin ningún tipo de reparos y con una falta de sensibilidad y humanidad la justicia como miseria. Evidentemente, una recesión, sean cuales sean sus motivos, lleva aparejada un empobrecimiento y una contracción de las condiciones de vida. Lo que hace a la actual carga de miseria algo doblemente insoportable y miserable son las formas en que se llevan a término los supuestos remedios, en las que se hace gala una falta de sensibilidad que podría exigirse de un autómata. Por otro lado tenemos las fórmulas, caracterizadas por cargar más y más a una clase media-baja cuya sencilla vida ha sido guiada mitad por doctrina liberal, mitad por doctrina consumista, resultando que la ciudadanía ha elegido qué hacer con su vida, pero siempre vigilando que cumpliera y comprara. En esta historia de fracasos, lo que es de un cinismo extremo es empujar a la ciudadanía a la orgía del consumo y luego hacerle pagar porque "nos hemos gastado lo que no teníamos". 

Con todo, lo más interesante de esto tiene que ver con la extrema parálisis de las élites para dar cuenta de lo que ocurre. El fracaso de una economía no es solo el fracaso del modelo productivo, del Estado de Bienestar, de las condiciones y relaciones de trabajo o de la falta de visión del volumen real de negocio, sino de algo mucho más amplio. Una crisis a este nivel es, como se ha apuntado en otras ocasiones, una crisis de valores. Y como ocurre que rara vez los valores son entes separados de la realidad, sino que están pegados a nosotros, a nuestras formas de entender las cosas, a nuestras prácticas y sobre todo, a nuestras instituciones, ocurre que adolecen de las mismas fisuras que se ven en el ámbito económico. Este es el gran fracaso: la incapacidad para reformar. El modelo no solo continua, sino que las formas que el poder genera naturalmente para blindarse y garantizar su estabilidad se están viendo reforzadas en demasía. Las instituciones y la burocracia creada por los hombres (repetimos, a partir de valores) para la vida estable en sociedad parece tomar vida propia y amedrentar a los hombres a que la hagan invulnerable, totémica y tirana. La idea es que nos encaminamos a una sociedad de estructuras impermeables que establecen un control más férreo de la vida de las gentes. Así, ocurre que saberes como la economía o la sociología, creados por los hombre para evitar la incertidumbre y la miseria, cobran vida propia a través de las instituciones que se erigen para proteger y preservar esos saberes de tal modo que al final de la cadena parece que son las grandes masas las que están al servicio de esas instituciones-saberes. Al final, el hombre no resulta libre como el liberal de corte milleano quiere, sino que es un esclavo de valores, instituciones y saberes que ya no están velando por evitar la miseria, sino que solo son control.

Finalmente y con la que está cayendo, asestamos otro golpe a lo que hemos sido o al menos, a lo que hemos pretendido ser al olvidarnos lo que es un gobernante. Los griegos tenían muy claro que al frente de los gobiernos, con independencia de su forma, debía haber grandes gobernantes. Mucho antes de que doctrinas como el liberalismo o el socialismo fueran pensadas, los griegos tenían claro que la condición indispensable para el futuro de una comunidad política era contar con buenos gobiernos formados por gente competente. Hoy día, la profundidad del término gobernante se ha difuminado con la profesionalización de la política y la burocritzación extrema. La palabra competente ha sido reducida a capacidad para implementar una serie de destrezas, de modo que hoy el gobernante es poco más que alguien que ocupa un cargo. Con la fuerte pérdida axiológica que supone que el gobernante no sea más que un experto, encontramos que al frente del gobierno de buena parte de los países más fuertes de Europa tenemos a contables.

Hoy día ni los propios liberales pueden reconocerse en el espejo. Atrás quedaron Mill, Russell, Berlin y Popper, de los que me atrevo a decir que hoy se ruborizarían de la deriva de Europa y de la deriva del liberalismo.

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