El tiempo y la vida de los hombres en
la historia bien pueden parecerse a una baraja. Las cartas y los
juegos que de ellas se derivan son, cuanto más viejos, más
sencillos de dominar y sus dinámicas más inteligibles. Las cartas
están boca arriba y son más visibles cuanto más vieja es la
baraja, cuando sus procesos y sus juegos han sido largamente
observados y estudiados. Nuevos estudios enriquecen este proceso de
revisión y a su vez, estos pueden ayudar a darle la vuelta a las
cartas del presente. Con dificultad, algunas cartas de la “baraja
de la actualidad” pueden quedar boca arriba. Otras, se resisten y
quedan siempre envueltas en el misterio, lo que hace del juego del
presente más vertiginoso e impredecible. Pero esa es la naturaleza
de la baraja del presente. Cualquiera que busque relatos fuera de la
propia dinámica de la baraja, fuera de sus combinaciones y
posibilidades, busca un consuelo o una suerte de mapa mental que, si
bien le va a proporcionar el calor y la seguridad que busca,
difícilmente le de una imagen fidedigna de ella. Otra forma de
exploración de la baraja, que consiste en pensar el “juego de los
juegos”, el estudio y la teoría de todos los movimientos y
posibilidades de la baraja en el presente, pasado y futuro no es sino
el intento de reducir en todo espacio y tiempo todas las barajas y
todos los juegos a uno solo. Y eso choca con una intuición básica:
los hombres no siempre han jugado a lo mismo, ni han tenido siempre
las mismas barajas. Hay que estudiar los juegos, las barajas, las
cartas y sus figuras tanto en sus tiempos como en sus espacios respectivos. No existe “el
juego de los juegos”, como no existe “la teoría de las teorías”.
Esto se hace patente hoy más que nunca, cuando tenemos una serie
nueva de cartas a la vista, que cada cual puede escoger e
intercambiar según unas inéditas reglas de juego.
Tiempo atrás, en las sociedades
occidentales, las cartas referidas a la moralidad se repartían al nacer. El crupier
de uno era ni más ni menos que su familia y su ambiente cercano. Las
cartas, una vez repartidas, quedaban en manos de cada cual. Era libre
de jugar con ellas como buenamente pudiera. Podía ensañarlas
incluso, pero rara vez se producía un cambio radical en la mano de
uno. Podemos decir que los individuos vivían más atados a su
ambiente moral, de modo que la ruptura con el mismo resultaba
difícil, casi impensable. Las cosas hoy han quedado dispuestas de
otra manera. Hay crupier al nacer, pero las cartas ahora están a la
vista de todos y la oferta es gigante. Las trabas para un cambio
radical de mano han disminuido notablemente. En principio, estos son
los beneficios de nuestras actuales sociedades plurales, y nos
regocijamos con el hecho de que las gentes puedan tener a su
disposición el espacio y las condiciones para el cambio, ahora que
el crupier ha perdido buena parte de su influencia. Sin embargo, hay
algunos aspectos que chirrían: Las creencias morales son nombradas
en términos de oferta (y también de demanda. Pregunten a un
político profesional y a más de un filósofo profesional). Uno
puede servirse de lo que quiera en el banquete moral y cambiar cuando
no le satisface.
Al
igual que ocurre con el lenguaje de la informática y las tecnologías
de la información, el lenguaje de la mercadotecnia (que no es en
absoluto neutro y desinteresado), ha colonizado nuestra forma de
pensar la moralidad. Como resultado, no hay demasiado premio a
la fidelidad como ocurría en otros tiempos. Las cartas que uno puede
jugar en el juego moral pueden cambiar. A priori, no hay problema en ello. Es un ejercicio de libertad. Sin embargo, lo chirriante es que hoy día, los retos morales y la
congoja que pueden producir se confunden con insatisfacción crónica
que convive con el sujeto consumista. Esta insatisfacción, entendida
como la obsesión por acallar la angustia por medio de la adquisición
y la compra, llama a la puerta de todos en su vertiente moral. El
sujeto (ignoro por qué), entiende el dilema, el conflicto moral y los problemas éticos
como una insatisfacción producto de una falta de adaptación. Sus
cartas no son las adecuadas. Debe ir rápidamente al mercado moral a
encontrar unas que se adapten mejor a sus necesidades. En este
sentido, la congoja que siente el sujeto ante los retos éticos se
acalla cuando cambia la mano. La insatisfacción entonces se apaga (aunque en muchos casos sospecho que solo
momentáneamente). Por todo esto, el cambio tiene hoy mucho de modas, gustos
o culpas pasajeras. El panorama que se deriva de todo esto nos deja dos situaciones-problema.
Primero: en los conflictos éticos, la congoja ante los retos morales
que sufrimos en vida cotidiana dentro nuestra sociedad de la información se convierte en la insatisfacción consumista que
lleva al cambio por el cambio, tal y como ocurriría en un cambio de
armario. Segundo: el cambio se produce para adaptarse a un medio que
corre tan rápido que puede escapar a nuestra capacidad de reflexión.
En el cambio de las cartas y
su “buen” uso nos queda al final el premio, que tiene la forma de palmaditas en la espalda,
expulsión de la culpa o el tan preciado éxito. Así, la reflexión ética (al menos entendida tradicionalmente) parece haberse esfumado del campo de visión de
la pregunta sobre la moralidad. Visto el estado de esta parte de la
baraja, parece pertinente preguntar si esta es una sociedad
postmoral.