miércoles, 21 de septiembre de 2011

Cucarachas en las fuentes del conocimiento


Comienza un nuevo año académico. Otro más. Miles de estudiantes de toda España se disponen a cumplir de nuevo con el programa de estudios con el objetivo de lograr superar los créditos necesarios y conseguir el papel que les acredita como diplomados, licenciados, graduados, posgraduados, ingenieros técnicos, ingenieros superiores o “masterizados”. En la adolescencia, las palabras “titulado universitario" aparecían con letras de oro en las mentes de los que ahora se hayan en la cumbre del sistema educativo . Sin embargo ahora, la decepción y el desengaño abundan (variando según especialidad) y todos aquéllos que oían hablar de la universidad entre sonidos de arpas ahora intentan mirar a otra parte cuando se habla de de estudios superiores y, como en otro momento apunté, huyen en busca de su particular locus amoenus. “Título y salir corriendo para no volver” es la constante.

“Otra vez a vueltas con la universidad”, me dirá algún lector asiduo “¿Pero qué te ha hecho a ti, es que te pegaron, es que la comida era mala?”. No, no me pegaron, pero casi. Y sí, la comida a veces era horrenda, pero hablamos de universidad, no de comida. Sacar a la palestra este tema en tantas ocasiones tiene su sentido. Por un lado, considerando que la universidad se encuentra en un punto crítico y teniendo en cuenta la influencia que puede tener la universidad en la sociedad (y viceversa), es posible dar cuenta de algunos de los enredos de nuestras actuales circunstancias hablando de la universidad, mientras que por otro, y dada la influencia que la universidad puede tener en la juventud, resulta interesante ver hasta qué punto sus problemas son los enredos del las futuras generaciones. Por estas cuestiones, y aprovechando la vuelta a escuelas y facultades, resulta interesante sacar a la palestra algunas de las incómodas cuestiones referentes a universidad de hoy.

Los viejos lastres y fallas de buena parte de las administraciones del Estado español tienen su réplica en las universidades del territorio: gorrones, vagos, enchufes... Junto a este vergonzoso etcétera y a poco que se transite por la universidad, se pueden encontrar otros vicios endémicos que salpican sin distinción: lameculismo, falta de originalidad, decrepitud, síndrome del calientasillas, falta de profesionalidad, egolatría hiperbólica, nulas capacidades para impartir (y recibir) clases... etc. A pesar de la seriedad de estas cuestiones, considero que son producto de la depresión en la que se encuentra inmersa la universidad, causada en gran medida por la transformación de la educación, que pasa de ser una institución al servicio de las gentes, la cultura y el trabajo, a convertirse progresivamente en un bien de consumo vinculado fuertemente al vaivén del mercado laboral y a sus intereses. De este modo, la universidad deviene la cúspide de esta nueva manera de entender la educación, y esta a su vez una de las claves que pueden iluminar el porqué de una juventud que marcha cada vez más joven y más eficientemente a convertirse en alienada carne de cañón. Porque sospecho que si la máxima expresión del sistema educativo se ha olvidado por completo de su conexión con la realidad social (afanándose solo en llenar nichos laborales), alejándose del sufrimiento y la miseria que la enormidad que caracteriza a nuestra sociedad inflige a propios y ajenos, si es cierto que las preguntas incómodas y cargadas de futuro no se hacen efectivas fuera de las aulas (quedando domesticadas en los libros de texto) y si solo importa el profesional eficiente y obediente, hay motivos para afirmar que la universidad está realmente en crisis y que las dinámicas del moderno homo economicus han fagocitado la universidad para ser regurgitada deforme.

En conjunción con todo esto, la orquesta de las creencias compartidas toca al unísono la música que redondea esta crisis: “El niño debe venir educado de la escuela para convertirse en una persona de provecho tras hacer carrera”. Luego, las criaturitas no pueden perder tiempo, deben correr, superar la presión y alcanzar el éxito. El input es pues un niño que la máquina trabaja con la esperanza de que el output sea un adulto integro, libre, independiente y con las capacidades para afrontar tanto los retos personales como aquéllos propios de la sociedad en la que vive. Esta es la consigna que a menudo se escucha y que termina despertando una risotada nerviosa y preocupada cuando se constata que la salida de la máquina es bien distinta, ya que el output tiene la forma de un ser educado para el consumo, maleable y alienado casi sin remedio. Los menos, reaccionan a esto huyendo a ninguna parte, o bien resignándose a convivir a diario con la amarga decepción de percibir que aquéllas letras doradas de su imaginación se aparecen rebosantes de mugre, por lo que la depresión y la crisis termina retroalimentándose. Porque si la universidad en el pasado guardaba y generaba el conocimiento ¿qué puede significar que la universidad genere sus propios profesionales?. Si las bibliotecas de las facultades están a rebosar de literatura para consumo interno y nadie “de puertas afuera” es capaz de permear lo más mínimo en el tejido social ¿qué ha sido de sus viejos atributos?

No hace mucho pregunté si la universidad era una especie de circo lleno de luces y colores que entretiene a la juventud durante unos cuantos años para transformarla en la carne de cañón del mañana. Ahora me pregunto si el sistema educativo (y la universidad como cúsipide) no ocupa el lugar de la CPU dentro de la gigantesca máquina en la que se integra.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Brilantes martillazos III: Slavoj Zizek

"Lo que tenemos hoy es una especie de escisión radical. Por un lado el lenguaje objetivo de los expertos y científicos que ya no se puede traducir al idioma común, accesible para todos, que está presente como fórmulas fetiche que nadie comprende realmente, y que dan forma a nuestra imaginería popular y artística (agujero negro, big bang, superstrings, Oscilación cuántica…). No sólo en las ciencias naturales, sino también en la economía y otras ciencias sociales, la jerga del experto se presenta como un conocimiento objetivo con el que no se puede realmente discrepar, y que no se puede traducir en términos de nuestra experiencia normal. En pocas palabras, la distancia entre el conocimiento científico y el sentido común no se puede salvar, y es esta misma distancia la que eleva a los científicos a la categoría de figuras de culto, de «gente que se supone que sabe» (el fenómeno Stephen Hawking). La otra cara de la moneda son la multitud de estilos de vida existentes que no se pueden traducir en términos unos de otros: lo único que podemos hacer es asegurarnos las condiciones para que coexistan en un ambiente de tolerancia dentro de una sociedad pluricultural. El icono representativo del sujeto actual sería quizás un programador de ordenadores indio que, durante el día sobresale en su trabajo y por la noche, al llegar a casa, enciende una vela en honor a la divinidad hindú local y respeta la tradición que considera la vaca un animal sagrado. Esta división está perfectamente reflejada en el fenómeno del ciberespacio. El ciberespacio debía unirnos a todos en una Aldea Global, sin embargo lo que ha ocurrido al final es que nos bombardean una multitud de mensajes procedentes de universos incoherentes e incompatibles. En lugar de la Aldea Global, del gran Otro, lo que tenemos es una multitud de «pequeños otros», de señas de identidad tribales particulares entre las que escoger. Con el fin de evitar otro malentendido hay que aclarar que aquí Lacan no está, ni mucho menos, relativizando la ciencia, convirtiéndola en una narrativa arbitraria más que se encuentra, en último término, a la altura de los mitos de lo Políticamente Correcto, etc..: la ciencia sí «toca lo Real», su conocimiento es «conocimiento de lo Real». La dificultad insalvable es que la ciencia no puede desempeñar el papel de «gran Otro» simbólico. La distancia que separa la ciencia moderna de la ontología filosófica aristotélica regida por el sentido común es insalvable: ya surge con Galileo y llega a su culminación con la física cuántica, en la que nos enfrentamos a las reglas/leyes que funcionan, aunque nunca podrán traducirse en términos de nuestra experiencia de la realidad representable.

La teoría de la sociedad del riesgo y su reflexivización global acierta al subrayar el hecho de que nos encontramos en las antípodas de la ideología universalista de la Ilustración, que presuponía que, a la larga, las preguntas fundamentales se pueden resolver apelando al «conocimiento objetivo» de los expertos: cuando nos encontramos ante las opiniones diversas sobre las consecuencias de un nuevo producto en el ambiente (pongamos por caso las verduras genéticamente modificadas) buscamos en vano la opinión definitiva del experto. La cuestión no es sólo que los auténticos problemas se confunden como consecuencia de la corrupción de la ciencia derivada de su dependencia financiera de las grandes compañías y de los organismos estatales. Incluso aisladas de toda influencia externa, las ciencias no nos pueden dar la respuesta. Los ecologistas predijeron hace quince años que nuestros bosques morirían, ahora nos enfrentamos a un exceso en el crecimiento de la madera... Donde esta teoría de la sociedad de riesgo se queda corta es al exponer la situación irracional en que todo esto nos deja a los sujetos normales: una y otra vez nos vemos obligados a tomar una decisión, aunque sabemos que no estamos ni mucho capacitados para decidir, que nuestra decisión será arbitraria. Aquí, Ulrich Beck y sus seguidores hacen referencia al debate democrático de todas las opciones y al consenso: sin embargo, esto no resuelve el dilema paralizante: ¿por qué un debate democrático con la participación de la mayoría ha de tener mejores resultados cuando cognitivamente la mayoría sigue en la ignorancia? La frustración política de la mayoría es, pues, comprensible: se les pide que decidan mientras, al mismo tiempo, reciben el mensaje de que no están en posición de para decidir realmente, es decir, para medir los Eros y los contrahaz objetivamente. Apelar a las «teorías de conspiración» es buscar una salida desesperada del callejón, un intento de volver a conseguir un mínimo de lo que Fred Jameson llama «mapeado cognitivo»".

Slavoj Zizek, Matrix o las dos caras de la perversión, 2000.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Nuestra particular circunstancia

La juventud marcha en desbandada. Es evidente que las dificultades para desarrollar en el mundo del trabajo las habilidades para las que se han formado toda su vida tienen mucho que explicar al respecto. Pero considero que esto es solo un síntoma. La juventud, sintiéndose estafada, marcha a otros lugares, huyendo de ese ambiente familiar y mentiroso que en su día lanzó la arenga y que castiga ahora la apuesta. Sospecho que la obsesiva búsqueda del cambio de lugar sólo apaciguará esa sensación de hastío y enfado y que el ansiado locus amoenus no es más que medicina paliativa para una espina clavada, por lo que no dejo de pensar que estamos ante algo más. Se me antoja la visión de una evasión al más puro estilo romántico, en la que sospecho que al final no hay nada nuevo bajo el sol porque el cielo es el mismo para todos. Y es que los árboles que ahora dan amargos frutos, en su día fueron abonados de idéntica manera. Así, mientras unos se marchan a tranquilos prados verdes y fríos, buscan la calidez en tierras vírgenes de asfalto o se refugian del sol bajo rascacielos, otros descargan su ira contra “el sistema”. Los primeros se encuentran en su particular idilio, mientras que estos últimos, alzan la voz ante la parte visible de ese nosequé que agobia y enoja a la juventud para hacerlo responsable de todo. Ese nosequé es nuestra particular circunstancia y el anhelo de fuga, la sensación de estafa y la ira, sus productos.

La juventud del siglo XXI hereda un mundo construido sobre la base de ideas ilustradas, cuya influencia sirvió para sentar las bases de las instituciones que bien conocemos. Los frutos de aquélla época, sobretodo cuando pensamos Revolución francesa, nos llenan de orgullo. Los viejos valores modernos que han ido cimentando la cultura occidental salían por las bocas de abuelos, padres y docentes. Estábamos recibiendo las consignas para un mundo mejor en el que nosotros teníamos el papel protagonista. Sin embargo, ahora da la sensación de que la juventud ha recibido herramientas para la inercia y no para la construcción, en un mundo que ya no tiene la forma que se nos dibujó en la niñez, sino que aparece como una gigantesca criatura imparable y en ocasiones bárbara. Así, parece que la juventud se encuentra impotente al encontrar inútiles las herramientas y las habilidades en las que se ha formado, a pesar de que esas mismas herramientas son las que dieron comienzo a todo. Encontramos pues una discontinuidad entre las herramientas y la máquina que produce un fuerte desconcierto. “¿Si estas son mis herramientas y esa es mi máquina, por qué no puedo hacer que me obedezca?” Para muchos nosotros, que en su día escuchamos las palabras de nuestros mayores, esta es nuestra particular circunstancia, ese nosequé que sienta a farsa y a estafa, pero que en realidad es la impotencia del que atisba la sombra de la distopía y carece de los medios necesarios para pensar el futuro. Simpatice o no el lector con este sentir, parece razonable pensar que el hastío (que lo hay, y mucho, aunque servidor pueda fallar con su diagnostico) se descargue contra la parte visible de la máquina (cuyo principal componente, aunque invisible, son las ideas, mucho más difíciles de ver). Por esto, resulta razonable preguntar sobre el estado de la universidad. Si hay más universidades y universitarios que nunca, ¿por qué esto no parece afectar en nada a la sociedad? Si la universidad es la cúspide del sistema educativo en buena parte del mundo, y esta tiene la misión de formar a las gentes de cara al futuro, tiene sentido preguntar qué ha sido de ella y qué papel ha jugado en todo esto, cuando donde antes se encontraba guía y apoyo. La cuestión no parece tener relevancia, pero reviste mucha seriedad y hay demasiadas preguntas que hacer que no sabemos ni cómo plantear. Más ahora en tiempos de crisis porque, si ha pasado desapercibido para alguien, el concepto crisis económica pone el matiz deliberadamente en el término “económica” para esconder lo obvio: cuando hay crisis económica, hay crisis de valores, crisis de identidad y crisis humanitaria. Si la universidad no consigue que surjan las incógnitas que puedan inspirar a la sociedad, si su influjo, a pesar que España cuenta con más universidades que nunca (y presumo que más universitarios) no se deja notar ¿es una locura pensar que la universidad ha devenido una especie de circo o parque temático de la juventud?

Se me podrá replicar diciendo que hay iniciativas, que hay “ideas nuevas”. Pero, siendo honesto, considero que o bien la iniciativa es tibia, o como he dicho más arriba, no hay nada nuevo bajo el sol. Hoy el compromiso se da sin que medien valores fuertes. Y sí, es cierto que proliferan las ONG y los nuevos partidos, pero hay un elemento de impotencia en la medida en que la discusión sobre cuestiones morales parece desactivada. Cada cual va con su particular cantinela sin que sea posible ningún tipo de debate serio, ya que la libertad de expresión y de conciencia han devenido en una suerte de blindaje contra cualquier posible debate con otro. Así, en estas iniciativas falta una apuesta seria más allá de unas cuantas acciones que, aunque resultan muy loables, además de tener la forma de un bálsamo contra la culpa, tienden a estar vacías de contenido moral, porque así lo desea la mayoría, que no quiere ver comprometido su blindaje. En este último hecho hay también fuga, pero no es hacia un lugar distinto, sino una fuga hacia un nicho ideológico. De este modo, aunque la imagen que presentan nuestras sociedades pueda ser la de una caja de grillos, lo cierto es que donde hay iniciativas, los grillos son mudos desde el punto de vista moral, o lo que es peor, la canción es escandalosamente anacrónica.

Detener la desbandada es un modesto pero importante primer objetivo, porque el que huye no pregunta, solo corre a buscar su cabaña. El que se esconde no se preguntará dónde se encuentran las trampas ideológicas que convierten a la máquina en un monstruo, dónde se sitúan los límites y cómo han de ponerse a prueba sin producir miseria ni injusticia.  

jueves, 1 de septiembre de 2011

Mitos, almas y santos

Tiempo ha el alma era citada en en tratados filosóficos y en general, en la llamada filosofía natural. Pero hoy día, y obviando a las comunidades más fervorosas, la palabra alma hace que los engranajes del imaginario colectivo chirríen al encontrar incapaz de ubicar el lugar y el sentido de dicho término. Qué es y dónde está el alma son cuestiones que para el hombre de ciencia se antojan cosa de ciencia ficción mientras que para gran parte de los filósofos, un auténtico sinsentido. En una sociedad como la nuestra, modelada por más de un siglo de industrialización rampante, no parece haber lugar para lo sacro mas allá de los productos del trabajo y de la industria. Lo sagrado se va mudando del más allá a la realidad cotidiana. Este desplazamiento afecta también a los credos que hacen de la inmortalidad del alma uno de sus pilares fundamentales, pues en ellos mismos encontramos cómo el viejo pivote para el desarrollo y la expansión de la fe decae. El alma no preocupa a los siervos de de Dios como antaño porque ellos mismo son conscientes de cómo el mundo se ha ido desencantando cada vez más. Los tiempos modernos trajeron una especie de “limpieza mitológica”, en la que los elementos trascendentes iban desapareciendo. Sin embargo, otros elementos, aparentemente ajenos a los mitos, permanecieron por medio de una suerte de prestidigitación social.

Los humildes abogados del Señor hicieron un cambio de estrategia a mediados del siglo XX. Conscientes del desencantamiento del mundo, dejaron de poner el foco en la creación, en la existencia de un regente y un legislador de las cosas. Había que apelar a lo sagrado, pero sin tener un contacto con lo trascendente demasiado llamativo. Si lo sagrado es sagrado para la sociedad, se convertiría en intocable, porque la sociedad entera respondería ante una agresión a lo que ella misma ha sacralizado. De este modo, si el objetivo es el de vigilar que los individuos no se desvíen (controlar su conducta), el medio debe ser un juego de magia que consistirá en sacralizar la forma de vivir la moralidad que tiene el creyente. Él se asocia a una región de valores que son un don divino. No hay más vuelta de hoja, y eso ha de ser respetado, se nos dice. No pretendo decir que la esa región de valores y esa moral particular es superior o inferior, sino que la forma en que el creyente defiende su manera de vivir y la hace pública es inmune a toda crítica y además, tolerada por la sociedad y defendida por ella en tanto que sacralizada por todos. Se configura así un nuevo mito que parece invisible, el mito de los valores-sagrados-tolerados-irrefutables. Cuando un nobel como Vargas Llosa habla a este respecto y se expresa en términos como los que siguen, no sólo refuerza la tesis del surgimiento de este mito, sino que se crean otros que van más allá, como la del religioso-santo:

“(...) una sociedad democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos -empezando por la corrupción- si sus instituciones no están firmemente respaldadas por valores éticos, si una rica vida espiritual no florece en su seno como un antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y anárquicas que suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano se siente libre de toda responsabilidad.
Durante mucho tiempo se creyó que con el avance de los conocimientos y de la cultura democrática, la religión, esa forma elevada de superstición, se iría deshaciendo, y que la ciencia y la cultura la sustituirían con creces. Ahora sabemos que esa era otra superstición que la realidad ha ido haciendo trizas. Y sabemos, también, que aquella función que los librepensadores decimonónicos, con tanta generosidad como ingenuidad, atribuían a la cultura, esta es incapaz de cumplirla, sobre todo ahora. Porque, en nuestro tiempo, la cultura ha dejado de ser esa respuesta seria y profunda a las grandes preguntas del ser humano sobre la vida, la muerte, el destino, la historia, que intentó ser en el pasado, y se ha transformado, de un lado, en un divertimento ligero y sin consecuencias, y, en otro, en una cábala de especialistas incomprensibles y arrogantes, confinados en fortines de jerga y jerigonza y a años luz del común de los mortales”.

Vargas Llosa tiene motivos de sobra para acusar a los intelectuales de los que les acusa, pero va demasiado lejos en todo lo demás. Cuando se nos insinúa que el creyente es el elemento imprescindible para que la democracia no se desmorone se nos cuela el creyente-santo: Primero nos encontramos en una situación de tolerancia ciega ante la particular manera de relacionarse con la moral que apuntábamos. Adormecidos después de este juego de manos, podemos llegar a admitir sin reservas que las personas verdaderamente responsables (e incluso éticas parece insinuarse) son aquéllas personas inspiradas espiritualmente para al final, llegar al esperpento de admitir que ahora la cultura (solo) es una diversión de masas o un galimatías de viejos y repelentes especialistas. Si la ingenuidad de los intelectuales decimonónicos fue, según Vargas Llosa, la de crear el mito de que el avance de la cultura produciría la caída de la religión y la resolución de las preguntas fundamentales del hombre, la suya es darle completamente la vuelta a la tortilla, dando a luz otro vergonzoso e invisible mito.