Comienza un nuevo
año académico. Otro más. Miles de estudiantes de toda España se
disponen a cumplir de nuevo con el programa de estudios con el objetivo de lograr superar los créditos necesarios y conseguir el papel que les
acredita como diplomados, licenciados, graduados, posgraduados,
ingenieros técnicos, ingenieros superiores o “masterizados”. En
la adolescencia, las palabras “titulado universitario" aparecían con letras de oro en las mentes de los que ahora se hayan en la cumbre del
sistema educativo . Sin embargo ahora, la decepción y el
desengaño abundan (variando según especialidad) y todos aquéllos que oían hablar de la universidad entre
sonidos de arpas ahora intentan mirar a otra parte cuando se habla de
de estudios superiores y, como en otro momento apunté, huyen en
busca de su particular locus amoenus. “Título y salir
corriendo para no volver” es la constante.
“Otra vez a
vueltas con la universidad”, me dirá algún lector asiduo “¿Pero
qué te ha hecho a ti, es que te pegaron, es que la comida era
mala?”. No, no me pegaron, pero casi. Y sí, la comida a veces
era horrenda, pero hablamos de universidad, no de comida. Sacar a la
palestra este tema en tantas ocasiones tiene su sentido. Por
un lado, considerando que la universidad se encuentra en un punto crítico y teniendo en cuenta la influencia que puede tener la universidad en la sociedad (y viceversa), es posible dar cuenta de algunos de los enredos de
nuestras actuales circunstancias hablando de la universidad, mientras que por otro, y dada la influencia que la universidad puede tener en la
juventud, resulta interesante ver hasta qué punto
sus problemas son los enredos del las futuras generaciones. Por estas
cuestiones, y aprovechando la vuelta a
escuelas y facultades, resulta interesante sacar a la palestra
algunas de las incómodas cuestiones referentes a universidad de hoy.
Los viejos lastres
y fallas de buena parte de las administraciones del Estado español
tienen su réplica en las universidades del territorio: gorrones,
vagos, enchufes... Junto a este vergonzoso etcétera y a poco
que se transite por la universidad, se pueden encontrar otros vicios endémicos que salpican sin
distinción: lameculismo, falta de originalidad, decrepitud, síndrome
del calientasillas, falta de profesionalidad, egolatría hiperbólica,
nulas capacidades para impartir (y recibir) clases... etc. A pesar de
la seriedad de estas cuestiones, considero que son producto de la
depresión en la que se encuentra inmersa la universidad, causada en
gran medida por la transformación de la educación, que pasa de ser
una institución al servicio de las gentes, la cultura y el trabajo,
a convertirse progresivamente en un bien de consumo vinculado
fuertemente al vaivén del mercado laboral y a sus intereses. De este modo, la universidad
deviene la cúspide de esta nueva manera de entender la educación, y
esta a su vez una de las claves que pueden iluminar el porqué de una
juventud que marcha cada vez más joven y más eficientemente a
convertirse en alienada carne de cañón. Porque sospecho que si la máxima expresión del sistema educativo se ha olvidado por completo de
su conexión con la realidad social (afanándose solo en llenar
nichos laborales), alejándose del sufrimiento y la miseria que la
enormidad que caracteriza a nuestra sociedad inflige a propios y
ajenos, si es cierto que las preguntas incómodas y cargadas de
futuro no se hacen efectivas fuera de las aulas (quedando domesticadas en los libros de texto) y si solo importa el profesional
eficiente y obediente, hay motivos para afirmar que la universidad
está realmente en crisis y que las dinámicas del moderno homo
economicus han fagocitado la universidad para ser regurgitada
deforme.
En conjunción con
todo esto, la orquesta de las creencias
compartidas toca al unísono la música que redondea esta crisis:
“El niño debe venir educado de la escuela para convertirse en una
persona de provecho tras hacer carrera”. Luego, las criaturitas no
pueden perder tiempo, deben correr, superar la presión y alcanzar el
éxito. El input es pues un niño que la máquina trabaja con la
esperanza de que el output sea un adulto integro, libre,
independiente y con las capacidades para afrontar tanto los retos
personales como aquéllos propios de la sociedad en la que vive. Esta
es la consigna que a menudo se escucha y que termina despertando una
risotada nerviosa y preocupada cuando se constata que la salida de la
máquina es bien distinta, ya que el output tiene la forma de un ser
educado para el consumo, maleable y alienado casi sin remedio. Los
menos, reaccionan a esto huyendo a ninguna parte, o bien resignándose
a convivir a diario con la amarga decepción de percibir que
aquéllas letras doradas de su imaginación se aparecen rebosantes de
mugre, por lo que la depresión y la crisis termina retroalimentándose. Porque si la
universidad en el pasado guardaba y generaba el conocimiento ¿qué
puede significar que la universidad genere sus propios
profesionales?. Si las bibliotecas de las facultades
están a rebosar de literatura para consumo interno y nadie “de
puertas afuera” es capaz de permear lo más mínimo en el tejido
social ¿qué ha sido de sus viejos atributos?
No hace mucho pregunté si la universidad era una especie de circo lleno de
luces y colores que entretiene a la juventud durante unos cuantos años para transformarla en la carne de cañón del mañana. Ahora me
pregunto si el sistema educativo (y la universidad como cúsipide) no ocupa el lugar de la CPU dentro de la gigantesca máquina en la que se integra.