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Es casi un axioma del mundo de la publicidad: usar términos atractivos, que cuenten con simpatía pero a la vez de una cierta ambigüedad. Los yogures usan términos relacionados con la digestión, los perfumes con la sensualidad y los coches usan términos relacionados con la seguridad, el confort y la velocidad. Si se para a pensar, uno no tiene muy claro qué se le vende, pero le gusta porque no es raro desear cagar sin contratiempos, follar bien (y mucho) y ser al volante el amo de la carretera. En la educación la palabra mágica es calidad. La LOMCE la trae a bombo y platillo, como lo hacía la LOCE o la misma LOE.
La palabra mágica se puede leer en multitud de lugares, ya sea en una programación didáctica, en un programa de radio sobre educación, en una ley o en una manifestación. Todo el mundo la nombra cuando habla de educación, pero no se ilumina la cuestión porque cada agente parece hablar de cosas distintas cuando habla de calidad. Aunque se use como término reclamo, la idea no es una cáscara hueca, como ocurre en los anuncios. En origen, calidad es un término que se aplica a un servicio o a un producto. Es un estándar cuyo objetivo es precisamente el control de los procesos. Habitualmente, un estándar trae consigo un mínimo de homogeneización y racionalización, y al igual que ocurre con una cadena de montaje, esta entra en juego en el diseño y la puesta en marcha de un proceso de producción para cumplir eficientemente sus objetivos. Es cierto que la calidad puede dotarse de contenido de muchas y muy diferentes maneras, en función de contextos y finalidades, pero en el momento en el que este esquema irrumpe, el acento se coloca consciente o inconscientemente en el nivel sistémico: recursos económicos, BOE, capital humano y datos. Creo que muy lamentablemente, el término vicia en origen el discurso sobre la educación porque dejando de lado el hecho de que la dichosa palabrita está en boca de todos para no significar nada en la mayoría de los casos, cuando se llena de contenido la palabra mágica, obliga a poner el acento en el proceso general, llevando al simplismo normativo y holista que obliga a pensar la educación como un proceso que funciona siempre de arriba a abajo: desde la construcción y diseño del plan a la entrada de la materia prima para su procesamiento dentro del circuito a su posterior salida como producto acabado. Da igual si la educación persigue supra-humanos, emprendedores, luchadores o mano de obra dócil. Una escuela pensada bajo el eje fundamental de la calidad está pensada como una fábrica.
¿Si la fábrica produce lo que la sociedad desea, tampoco es tan trágico, no? A juicio del que escribe, la escuela no puede vivir solamente para la realización en los alumnos de los objetivos marcados por el estándar de calidad de turno. Podemos juzgar razonables ciertas cotas de estandarización para lograr una mayor cohesión social, pero hemos de ser conscientes que obsesionarnos con la calidad puede acarrear serios problemas si no se intenta contrarrestar la fuerte verticalidad que implica pensar la escuela de este modo. Porque es muy goloso desde el punto de vista político fijar un canon de lo que debe ser la calidad en educación porque resulta relativamente fácil juzgar si uno progresa o no, pues sólo hay que mirar arriba, saludar al criterio estandarizador y, como si se tratara del mundo de las ideas, mirar cuánto nos parecemos al canon para respirar aliviados o suspirar con amargura. Es cómodo, eficiente y rápido. Evita el debate y eso se traduce en más comodidad, eficiencia y rapidez. El informe Pisa, que tan a menudo nos saca los colores, es un buen ejemplo de cómo funciona esta manera de pensar al educación. Sin embargo, este esquema deja de ser goloso en la medida en que ata las manos de los agentes que realmente están educando, que se obcecan en la calidad y en el canon normativo, desatendiendo lo que se traen entre manos (niños y no tan niños), al pensarse siempre como parte como parte de un proceso que les viene dado y en el que participan sólo como engranajes. Así, aunque tengamos claro qué decimos cuando hablamos de calidad, pensar en estos términos puede ser un obstáculo, más que una bendición. Las necesidades locales y particulares se escapan al canon y estamos hartos de oír que si la educación no es lo más personalizada posible (sobre todo en las etapas más tempranas), el mensaje significativo se escapa y se corre el riesgo de reducirlo todo a simple instrucción, al aprendizaje de habilidades accesorias decoradas con datos carentes de significado.
Vivimos en un momento en el que cuesta encontrar significados compartidos. Si a eso le añadimos la emergencia de valores en ámbitos que resultan extraños, el cóctel es doblemente mareante. Al problema de dotar de contenido la calidad en educación, tenemos el problema añadido de contar con el control que ella misma genera, por su propia naturaleza, en un proceso que es sumamente delicado y que toca fibras que van más allá de la conciencia política.