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El intento de conservar a
toda costa un concepto sobre algo, una idealización más o menos
cercana a la realidad que nos sirve de guía para el entendimiento y a la
vez de canon es, a mi entender, la larga sombra que proyecta Platón
desde los tiempos de la vieja Atenas. Esto se suele esconder tras la actitud purista. El
purista, es en el
fondo un conservador, un enemigo del cambio y por supuesto, de la
historia (sobre todo la futura, aunque también de la inmediatamente
pasada, cosa que veremos).
En mis años estudiando
estética mantuve calurosas y agrias conversaciones con compañeros y profesores. El problema casi siempre convergía en un
punto en el que claramente aparecía el vicio de la filosofía de encapsular. Y el arte no iba a ser menos. Por eso, las
artes tenían que ser algo fijo, inmóvil, un eidos
imperecedero que nos permitiera dar con la clave para discriminar la
basura de la sublimidad. Lo que más me
sorprendía era que incluso después de las vanguardias (hablando de
las vanguardias, de hecho) y el crisol que se abrió después con la
categoría de “arte moderno”, los esfuerzos para buscar esa idea se duplicaban. Y es que
hay algo oculto que asusta cuando hablamos de arte, que no es otra
cosa que el miedo platónico de no saber si estamos ante una realidad
o ante una ficción.
A mi juicio el problema en este
ámbito es formular las cosas a la manera platónica,
enfrentar lo auténticamente real frente a lo ilusorio y falso.“Auténticamente real” e incluso “auténtico”, como
contraconcepto de lo inauténtico es jugar a un juego que es
un callejón sin salida (forzar las palabras hasta llegar a no decir nada) o lo que es peor, zambullirnos en el
oscuro mundo del purismo, ese mundo que parece que a pesar
de la revolución del pixel no termina de abandonar la
fotografía.
No importa cuál sea el
nivel de la publicación. Ya sea en los foros de aficionados o en
entrevistas a profesionales, aparecen siempre frases del tipo: “con
una cámara no eres fotógrafo”. El interés gremial por parte de
un profesional que se expresa así puede tener sentido, ya que hay un
montón de jovenzuelos con cámaras nuevas y baratas que pueden
acaparar trabajo que en otro tiempo él se lo llevaba de calle.
Tiene disculpa. Pero que estas cosas aparezcan en boca y letra de
amateurs con más o menos experiencia es una buena muestra de la oscuridad histórica y de la
pedantería vacía en la que está anclada la fotografía. Man Ray y el propio
Picasso, por ejemplo, entendían la estrecha relación relación
entre imagen y fotografía, entre imagen y lienzo, entre pintar con
luz y pintar con pigmento y pincel. Porque en esencia no importa si pintas de una forma u
otra si el objetivo es una imagen. Da igual si lleva marco, si está
impresa, si ha sido litografiada o si está hecha con mierda y semen.
Si lo que se pretende es una imagen, el medio es sencillamente eso,
un medio. Si consigue su fin es otra historia y otro debate.
En principio, servidor entiende que esto debería estar claro, ya que son muchos los
fotógrafos que en contacto con las vanguardias (como surrealistas o futuristas), vislumbraron la ruptura de la relación de la foto con eso que
llamamos realidad, estrechando así su relación con el concepto de imagen. Sin
embargo, mi parecer es que la fotografía no vivió la ruptura con la academia igual que la pintura o la escultura. La
aparición de la cámara digital y el abaratamiento progresivo de los
medios de reproducción de imágenes han democratizado la fotografía de modo que en nuestros días ocurre algo análogo a lo que ocurrió en las academias de
bellas artes allá por el S.XIX: escándalo, apelaciones al purismo y
recelo. “Eso no es pintura”, se decía. “Eso no es fotografía”, se dice hoy.
Lo que ha cambiado son,
una vez más, los medios. Y con ellos, el arte mismo,
como ocurre normalmente en la historia del arte. Sin embargo, hay
quien se retrae a un concepto puro que ha destilado en su mente y que
no desea que nadie se lo quite. Hace días leía de un purista,
consciente de la diferencia entre el disparo y la edición, el
termino “fotoilustración”. En el intento por hacer puro el
momento del disparo (ese momento romántico conectado con
el origen de la fotografía) lanzó la edición al terreno de la
ilustración como si en el proceso de obtención de una imagen interesante importe o no si el inicio es una fotografía perfecta o si posee un alto
grado de fidelidad a “la realidad”. De algún modo, esto es un
absurdo medio para defenderse de un fantasma que no existe. En el
intento de ser especial, se puede llegar a defender el propio trabajo (y la
propia condición de fotógrafo) con recursos tales como llamar
despectivamente fotoilustración al Photoshop, pensando que al que usa con audacia nuevos medios de expresión para obtener imágenes le va a importar que lo llamemos fotoilustrador y no fotógrafo. Decir que alguien inexperto con una cámara no es un fotógrafo engancha al veterano (y al no
tan veterano) fotógrafo en el lenguaje del purista, que es también
el lenguaje del censor: “mira chaval, el arte no está a tu
alcance. Déjame paso, tarugo”. Este lenguaje implica
necesariamente que la “verdadera fotografía” está al alcance de
ese genio. Sin embargo, sabemos que eso que llamamos “verdadera
fotografía” es sólo una triste idea, un eidos inmóvil que
ni reside en la cámara, ni realiza fotografías, ni posa sensualmente para
nosotros. Lo que se persigue en fotografía se escapa entre las
manos, como se escapa entre las manos la belleza, el tiempo y el
arte. Así que en definitiva, ese eidos es miedo, miedo a no
saber qué es el arte, miedo a no saber qué es exactamente la
fotografía. De nuevo llegamos aquí al abismo primigenio, que es el
no saber si estamos ante algo auténtico, algo que se corresponde con el
concepto de lo artístico o lo bello, o por contra, nos encontramos
delante de una triste imitación, algo vulgar, vacío y kitsch... Pero esa es la gracia.